“Lo maté porque era mío”, declaró, sin bajar la vista de los
ojos de la jueza, como haciendo alarde de la resistencia a la condena
social a la que se había expuesto aquella tarde.
El viejo revólver calibre 38 era una reliquia de la familia, el
abuelo lo había aceptado a un comisario que se lo ofreció como
recuerdo cuando pasó a retiro, pero todavía funcionaba con
efectividad para “bajar” los gatos del muro del fondo.
En la casa había un perro que se había puesto demasiado agresivo
con los niños y con la gente que llegaba de visita. No fue culpa del
animal, así fue criado, entrenado, a lo largo de su vida por Ruben,
su dueño, para que sea un guardián que infunda temor a quien se
aproximara a la portera con la intención de hacerse con algo que no
fuera suyo. También servía para generar algún dinero extra gracias
a su efectivo desempeño en las peleas.
Durante años lo picanearon, lo mantuvieron en ayuno, lo hicieron
correr detrás de una moto para mejorar su resistencia y hasta alguna
vez le inyectaron sustancias usadas en animales más grandes.
Con el único que no se llevaba mal era justamente con el abuelo. El
anciano lo alimentaba, lo acariciaba y limpiaba sus heridas después
de cada sesión de “entrenamiento”. El perro solía ser su
compañero en las caminatas matutinas hasta que se volvió demasiado
fuerte para que el viejo pudiera contener sus arrebatos de
agresividad. Desde ese entonces salió cada vez menos a la calle y la
mayor parte del tiempo la pasaba atado, a la sombra del naranjo que
dominaba el patio, descansando entre sesión y sesión de tortura.
A los fondos de la casa se mudó una vez una joven familia con dos
hijos pequeños, muy activos, que solían pasar las tardes de verano
correteando en el patio detrás de una pelota. Las familias no se
conocían, porque el único punto de contacto entre ambos era el alto
muro de ladrillos enmohecido que dividía los dos patios.
El perro se enloquecía de solo escuchar las voces y las risas de los
niños y el golpear de la pelota contra la pared y saltaba con tanta
fuerza que tenía el pescuezo lesionado por el roce con la correa,
entonces era el anciano quien le hablaba mientras le pasaba un trapo
embebido en agua por encima del lomo hasta calmarlo.
Una tarde ocurrió que el viejo se indispuso y no salió de su
habitación, en la casa del fondo el movimiento era mayor al
habitual, era el cumpleaños de uno de los niños y habían venido
varios niños más. El perro estaba más furioso que nunca.
De pronto un pelotazo imprudente terminó con la pelota por encima
del muro. Varios de los niños se asomaron y al comprobar que la
pelota estaba lejos del perro -que además estaba atado- decidieron
ir en su busca. Cuando el primero saltó se impresionó por el tamaño
del can y la potencia de sus ladridos. El animal estaba totalmente
fuera de control. Desde dentro de la casa Ruben, igual de
alcoholizado que de costumbre, no soportaba más el alboroto y se
asomó a la puerta del patio, allí, al comprobar la imprudencia del
niño tomó desde encima de la mesa una cuchilla y corrió hacia el
perro, se interpuso entre él y el niño y comenzó a tirarle
cuchilladas sin ningún criterio ni precisión, la última terminó
con el filo incrustado entre las costillas del can, que cayó
abatido. Su dueño no llegó a incorporarse del todo, cuando
pretendió girar para ver al niño se escuchó desde dentro de la
casa el estampido de los dos tiros que salieron por el caño del 38
para incrustarse en el torso del ser humano.