domingo, 24 de diciembre de 2017

Hasta la rabia


“Lo maté porque era mío”, declaró, sin bajar la vista de los ojos de la jueza, como haciendo alarde de la resistencia a la condena social a la que se había expuesto aquella tarde.
El viejo revólver calibre 38 era una reliquia de la familia, el abuelo lo había aceptado a un comisario que se lo ofreció como recuerdo cuando pasó a retiro, pero todavía funcionaba con efectividad para “bajar” los gatos del muro del fondo.
En la casa había un perro que se había puesto demasiado agresivo con los niños y con la gente que llegaba de visita. No fue culpa del animal, así fue criado, entrenado, a lo largo de su vida por Ruben, su dueño, para que sea un guardián que infunda temor a quien se aproximara a la portera con la intención de hacerse con algo que no fuera suyo. También servía para generar algún dinero extra gracias a su efectivo desempeño en las peleas.
Durante años lo picanearon, lo mantuvieron en ayuno, lo hicieron correr detrás de una moto para mejorar su resistencia y hasta alguna vez le inyectaron sustancias usadas en animales más grandes.
Con el único que no se llevaba mal era justamente con el abuelo. El anciano lo alimentaba, lo acariciaba y limpiaba sus heridas después de cada sesión de “entrenamiento”. El perro solía ser su compañero en las caminatas matutinas hasta que se volvió demasiado fuerte para que el viejo pudiera contener sus arrebatos de agresividad. Desde ese entonces salió cada vez menos a la calle y la mayor parte del tiempo la pasaba atado, a la sombra del naranjo que dominaba el patio, descansando entre sesión y sesión de tortura.
A los fondos de la casa se mudó una vez una joven familia con dos hijos pequeños, muy activos, que solían pasar las tardes de verano correteando en el patio detrás de una pelota. Las familias no se conocían, porque el único punto de contacto entre ambos era el alto muro de ladrillos enmohecido que dividía los dos patios.
El perro se enloquecía de solo escuchar las voces y las risas de los niños y el golpear de la pelota contra la pared y saltaba con tanta fuerza que tenía el pescuezo lesionado por el roce con la correa, entonces era el anciano quien le hablaba mientras le pasaba un trapo embebido en agua por encima del lomo hasta calmarlo.
Una tarde ocurrió que el viejo se indispuso y no salió de su habitación, en la casa del fondo el movimiento era mayor al habitual, era el cumpleaños de uno de los niños y habían venido varios niños más. El perro estaba más furioso que nunca.
De pronto un pelotazo imprudente terminó con la pelota por encima del muro. Varios de los niños se asomaron y al comprobar que la pelota estaba lejos del perro -que además estaba atado- decidieron ir en su busca. Cuando el primero saltó se impresionó por el tamaño del can y la potencia de sus ladridos. El animal estaba totalmente fuera de control. Desde dentro de la casa Ruben, igual de alcoholizado que de costumbre, no soportaba más el alboroto y se asomó a la puerta del patio, allí, al comprobar la imprudencia del niño tomó desde encima de la mesa una cuchilla y corrió hacia el perro, se interpuso entre él y el niño y comenzó a tirarle cuchilladas sin ningún criterio ni precisión, la última terminó con el filo incrustado entre las costillas del can, que cayó abatido. Su dueño no llegó a incorporarse del todo, cuando pretendió girar para ver al niño se escuchó desde dentro de la casa el estampido de los dos tiros que salieron por el caño del 38 para incrustarse en el torso del ser humano.


Publicado en suplemento Quinto Día de El Telégrafo. Autor: Marco Rivero.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Safari en bazar Citrönella



El sobre violeta se arrastró debajo de la puerta. Sin remitente. Me impactó el penetrante aroma a lavandas recién cosechadas que inundó toda la habitación cuando lo abrí, despegando la solapa para preservar el fino papel. Dentro, en una hoja de vid con aspecto de haber sido cortada hacía no más de unos minutos, la invitación: “Bazar Citrönella presentará sus últimas tendencias el lunes 12 a la medianoche. Paseo de Las Flores del Mal 1243. RSVP.” Detrás solo agregaba un número telefónico para obtener más información.
Intuyendo que de allí podría salir una nota interesante decidí ponerme en contacto para saber más. Llamé a ese teléfono, me atendió una operadora que ofreció derivar mi llamada a la responsable, Alicia Copani.
El asunto del encuentro, según me indicó -reafirmando lo que decía la invitación- es que Bazar Citrönella ha recibido una amplia variedad de mercadería en sector decoración y llevará a cabo una presentación en sociedad de sus últimas novedades.
“Básicamente podés encontrar todo para decorar tu casa, tu hogar; tratamos de tener siempre las últimas tendencias, siempre estamos tratando de renovarnos, que el cliente encuentre la idea que tiene, por eso hay tanta variedad de mercadería, por eso siempre tratamos de no repetir, de traer opciones y siempre estar innovando”, me dijo.
“Hoy se usa todo, desde las líneas rectas, hasta lo antiguo, mezclado con lo moderno, como que no hay una tendencia definida totalmente, hay cosas muy lindas que se adquieren a muy buen precio. También tenemos una amplia variedad en cuando a financiación, contamos con todas las tarjetas de crédito y muchos planes en cuotas sin recargo y disponemos de un servicio de asesoramiento personalizado al cliente”.

La fecha de la gran muestra llegó. Había cinco cuadras de fila para entrar, no recordaba algo así desde la vez que estuvo en la ciudad el maestro Alejandro Molina con excelentísimo show de gorilas amaestrados y esclavas sexuales con katanas en el globo de la muerte.
Gracias a mi carné de prensa pude ir directamente a la puerta e incluso ingresar antes que la muchedumbre, con la excusa de poder ver el backstage de la muestra antes que se llenara de gente.
La ambientación era magnífica. Los colores en una paleta rojiza se combinaban con destellos amarillos, anaranjados y violetas y el olor a azufre casi mareaba.
— Quizás debieran encender el aire acondicionado— mencioné a uno de los funcionarios que me miró con cara de poco interés en mi recomendación. Cuando reparé en él pude ver el excelente maquillaje que llevaba, parecía que le hubieran arrancado toda la cara en un solo corte.
Entré por una puerta tan baja que tuve que agacharme, casi no llegué a leer el letrero que rezaba encima “Abandonad toda esperanza”. Del otro lado de la puerta todo era muy oscuro, y frío, tanto que el contraste con la sala anterior me provocó un chucho. Desdoblé el cuello del saco y abroché todos los botones. La única referencia que había en aquella oscuridad absoluta era el haz de luz blanca que se colaba por una rendija e impactaba directamente en mis ojos, tanto que en poco tiempo se volvió intensa, muy intensa y me encandilaba. En el aire no había olor a nada. La voz, tan grave como pocas veces escuché me habló directamente a mí.
— Acercate a la luz para conocer nuestras novedades—
Un poco de miedo sentí en aquel instante. Perdido por perdido caminé hace la luz blanca, en pocos metros ya no veía, no podía cerrar los ojos, la sequedad en los párpados era desesperante. Ya no tenía frío, tenía miedo, mucho miedo, sentía mi ojos rojos encendidos y la cabeza se me partía. — No puedo más, ¡no puedo seguir!—
La luz se apagó y comenzó a soplar una brisa verde, floral, los aromas a fruta trajeron consigo la humedad necesaria para que mis ojos empezaran a normalizar su función.
— Sáquese los zapatos— me susurró al oído la voz de una joven. Le hice caso y sentí en las plantas de mis pies el césped más suave que jamás hubiera imaginado, sus hebras eran tan frágiles que parecían algodón, que no tuviera nervaduras ni tallos. Cuando normalicé la visión a lo lejos se perdían en el horizonte las manadas de elefantes rosados, las jirafas enanas blancas se estiraban para tratar de alcanzar las hojas de un níspero y los tero teros rojos me miraban sin gritar, pero haciéndome sentir sospechoso de algo.
Sentí que algo se posaba sobre mi hombro y al volverme descubrí al alado unicornio azul. Allí estaba, el colmo de la elegancia, un animal tan puro que solo tomar de su sangre redime de sus pecados al más canalla.
— Súbase, la doncella lo espera— me dijo, y nos perdimos para siempre en aquella cabalgata eterna en busca del amor perfecto para nunca más volver.

sábado, 9 de diciembre de 2017

Desconexión imposible


Perder el celular es hoy asimilable a que te extirpen un órgano fundamental, con la diferencia que se puede solucionar simplemente concurriendo a la tienda oficial de alguna de las telefónicas a comprar otro. Pero durante el rato en que uno se percata del faltante del elemento en cuestión y lo que demora en hacerse de otro y volver a activarlo con todo lo que uno tenía adentro del primero, el ser humano puede llegar a sentirse en la más plena soledad, en la aislación total, una situación que -como nos enseñaron en la escuela (al menos a mí sí)- no es propia de la especie. Paradójicamente una persona puede estar en un país extranjero y sentirse cerca, o en la misma ciudad donde vive sintiéndose como si fuese el llanero solitario, en función de si lleva consigo o no el aparatito personal. Además, como todos sabemos, existe una serie de normas básicas que pautan el funcionamiento universal, que todos conocemos como Leyes de Murphy, y que nos predisponen a pensar que justo en esos tres cuartos de hora que demoremos en reactivar nuestro cerebro accesorio puede estar ocurriendo un ataque marciano, decretándose la reincorporación del país a las Provincias Unidas del Río de la Plata o divorciándose el presidente de la República, sin que uno se entere. También pueden ocurrir otras cosas trascendentes como un accidente doméstico, o que una prima saque el cinco de oro, por más que sea lunes y sean las 2 de la tarde.
Angélica decidió darle una vuelta al asunto. A partir de la pérdida del teléfono asumió que de ahora en más viviría sin celular, no sin Facebook, ni Twitter, pero sin la posibilidad de tenerlos a mano para estar pendientes de ellos constantemente, y si acaso se llegara a derribar el límite en el río Uruguay, nos invadieran Los Enanitos Verdes saltando la muralla y la primera familia de la patria se rompiera, bueno, ya se iría a enterar en su momento, porque igual las redes sociales no estás compuestas mayoritariamente por ese tipo de noticias sino que más bien uno termina enterándose de problemas familiares ajenos, de deudas impagas, de fugaces romances prohibidos y mordaces traiciones. En los planes todo estaría bien solo que un poco más lento y eso, para Angélica, no estaba nada mal.

Foto: Andrés Franco.
 La realidad, por su parte, se encarga de demostrar que hay cosas que llegaron para quedarse, y así como una vez los eslabones perdidos de Darwin entendieron que la vida en comunidad traía más beneficios que pérdidas de intimidad, le tocaría a Angélica descubrir que la sociedad no te permite desconectarte y pretender seguir conectado. No hay término medio, o conmigo o sin mí y mis pedidos de que me cuentes qué tal resultó tu experiencia en la bizcochería, así le avisamos a otros usuarios.
Ya el primer golpe fue devastador, directo al corazón familiar. Las maestras de los nenes organizan la vida escolar por grupos de Whatsapp. El día del golero te vas a desconectar…
Pese a ello y muy a pesar del resto de las mamás y papás, que no tenían las mismas reservas respecto a la invasión tecnológica y que la escuchaban como si estuviese hablando de palomas mensajeras, nuestra heroína logró transar con la maestra que los mismos comunicados los enviara por correo electrónico, que la docente podía despachar desde el mismo aparato mediante una simple acción de copiar/pegar. La educadora sistemáticamente se olvidó de hacerlo y Angélica cedió terreno, volvió a tomar el celular, pero solamente a efectos de mantenerse al tanto del devenir de la vida escolar de sus retoños de las nuevas rifas de la Comisión Fomento.
Por esa puerta abierta volvieron a pasar Facebook, Twitter, Instagram, Messenger, Pedidos Ya, el navegador de internet y todo volvió a la normalidad, por lo menos hasta que lleguen las vacaciones.

jueves, 30 de noviembre de 2017

Desierto verde


Las jarras o calderas eléctricas se robaron la mística del fogón, del chisperío subiendo hacia el cielo, del olor a humo y el tizne alrededor de la boca de aquella estufa enorme que era capaz de calentar a toda la “pionada” de una sola vez.
Un “plack” seco, sin gracia, y el cese del gorgojeo avisan que el agua ya está y como alguna vez hicieron para cebar sus mates aquellos casi gauchos con el termo de exterior de aluminio que resguardaba la preciada y frágil botella de vidrio, el solitario operario volcó dentro del recipiente de acero inoxidable -con garantía hasta el fin de la eternidad- el agua caliente para disolver la dosis justa de café soluble y stevia sintética.
Los recios hombres de barba espesa que en aquellos días fríos del invierno traían la caballada desde el corral y enfundados en los gruesos ponchos de lana salían quebrando la helada a recorrer el campo dejaron espacio al joven que hunde el dedo en el botón que activa en el tractor el aire acondicionado para salir -más avanzada la mañana- a preparar las hectáreas que en breve recibirán el grano y otras sustancias.
Las aves siguen cantando como en aquellos días que saludaban el paso de los jinetes, solo que dentro de la cabina suena -a un volumen que los vuelve imperceptible- la música que propone una radio española preprogramada que llega por internet para repetir canciones de moda apenas separadas por una invitación a suscribirse con la tarjeta de crédito y no tener que escuchar la voz humana sin el soporte de la combinación electrónica de sonidos armónicos randómicamente logrados.
Dentro de la cabina no hay nada que hacer. El sistema de navegación ya tiene el camino trazado y sigue los puntos determinados en el GPS. No hay que acelerar, no hay que hacer cambios, solo estar allí dentro, como un vigilante. El joven conductor ni siquiera se pregunta cuánto tiempo más será necesario que permanezca en aquella tibia jaula de acrílico que lo aísla del entorno y le permite concentrarse en la conversación que mantiene vía guasap con su novia en la ciudad. El sistema todo lo hace solo.
Con la invalorable ayuda de los perros los paisanos ya juntaron la tropa. En el fuego que encendieron hace rato se descuelgan las brasas dispuestas que los calientan a ellos, al agua para renovar el mate y a los pulpones asados que se trajeron para comer con el pan casero de doña Martha. En el cristálico recipiente un bip-bip avisa que el micro horno portátil ya terminó de calentar su refuerzo de salame y queso. El operario abre la heladera y saca una botella de medio litro de jugos químicos gasificados, supuestamente con sabor a limón. Almuerza sin necesidad de detener su tarea ni su música.
Cuando falta media hora para completarse su horario de trabajo el sistema operativo de la máquina le pregunta si es necesario realizar alguna hora extra o puede comenzar a desandar el camino hacia los galpones. Presiona la pantalla táctil sobre el espacio dispuesto para activar la segunda opción y enseguida activa el opacador de cabina para reducir la molestia del sol del atardecer golpeándole la cara.


 Los hombres se hacen pantalla con la mano que les queda libre y de las que le cuelga el rebenque. Los perros cansados acompañan la mansa marcha de los caballos y de vez en cuando salen a corretear alguna liebre que disfruta de las últimas luces del día, que vuelve a ponerse frío.
Llegan al galpón a la misma hora.
- ¿Qué pasó acá? Se incendió todo.-
El miedo invade al joven pulsador de botones que se encontró en el galpón un escenario posapocalíptico. Ya no son la paredes de blanco impoluto, no están las modernas computadoras ni los equipos de mantenimiento de las máquinas de sembrar y cosechar, ni los tarros de los compuestos que matan todo lo que no tiene que vivir. Está la estufa, el fogón, la caldera de lata, las ollas y los cucharones; en la pared cuelga una bolsa con galleta de campaña y más allá se amontonan los jergones y los frenos y las sillas de montar. Hay unas botellas de caña, un mazo de cartas y una bolsita con maíz para apuntar, y algunos catres y hay olor a gente, a personas extrañas y los perros, mugrientos, pulguientos, y caballos y unos hombres barbudos que lo sujetan mientras se desvanece.

Original publicado en Quinto Día de diario El Telégrafo - autor: Marco Rivero - foto: Andrés Franco.

viernes, 24 de noviembre de 2017

El tiro final


Todavía mantenía el toque de precisión por el que se había distinguido siempre. No bien se interrumpió el contacto entre la punta de sus dedos y la esfera sintió la sensación que el proyectil iba en la dirección adecuada y a la velocidad pretendida. Ese era un gran tiro, un tiro de campeonato.
Ramón había enfrentado así su vida, cargado de convicción, rodeado del aura que envuelve a los ganadores, a los hechos para triunfar, y hoy, avanzado en su vida, la mantenía.
La dura bocha suspendida en el tiempo giraba en sentido opuesto a la dirección hacia la que avanzaba, pero lento, muy lento, iba casi quieta en el aire hacia el destino que tenía marcado, el que Ramón le había dado con ese sutil efecto que tenía casi como una marca registrada y el impacto se daba por descontado. Los puntos en casa y a festejar esa nueva copa en la vitrina de La Conciencia Bochas Club.
Mientras disfrutaba su momento de gloria Ramón recordaba lo bien que lo había hecho siempre, y no solo esto de las bochas, que era solo un entretenimiento. No, él era un triunfador de verdad. Solo faltó que la suerte lo ayudara un poco, pensó, mientras veía como el esférico seguía su marcha todavía ascendente, aún sin llegar a la mitad del trayecto.
No puede decirse que había nacido en cuna de oro, pero la situación de la familia no había sido nada mala. El negocio familiar proveía de todo lo necesario para la vida y hasta para darse unos cuantos gustos cuando se requería. Lo habían pasado mal en los 80 con "la tablita", cuando debieron afrontar las secuelas del crédito que habían tomado para ampliar el local y de paso hacer el mantenimiento en el apartamento en Pocitos que habían comprado cuando su hermano se fue a estudiar Medicina.

Imagen original Paralelo 32.
   Todavía a veces se preguntaba por qué él no había seguido sus pasos, si tenía todo para hacerlo, hasta tenía facilidad para los libros. Pero no, alguien tenía que hacerse cargo del negocio y fue él.
La rayada alcanzaba el cenit de su trayecto y seguía tal como Ramón había previsto, cortando el aire hacia el impacto ganador.
Luego de aquellos años la cosa se hizo bastante cuesta arriba. Los problemas financieros habían dejado secuelas en la salud de su padre y su madre había agravado su alcoholismo y su dependencia al juego al extremo de complicar las cuentas del establecimiento, cuya caja sufría demasiados embates, entre lo que se necesitaba para honrar la deuda, los medicamentos y el whisky, que además era de los importados. Su hermano prosiguió sus estudios a pesar de las dificultades, a pesar que tuvo que buscarse una pensión y alquilar el apartamento para poder mantenerse en carrera.
Ramón comenzó entonces a refugiarse en otras cosas que le distraían la mente, cosas que disfrutaba realmente, como este tiro que ya iba cuesta abajo hacia el deseado choque que valía más que un trofeo, que valía el reconocimiento de su entorno.
En los años '90 la cosa parecía bien perfilada, el consumo parecía despertarse y con él volvió el entusiasmo. El boliche tuvo un par de años de auge en el barrio y hasta se pensó en cambiar aquel Chevette que habían comprado cero kilómetro en la época de oro.
Al principio los otros dos almacenes que abrieron a menos de una cuadra parecían no afectar, ni los viejos clientes que hoy pasaban con las bolsitas del súper, hasta que vino el contrabando, la jubilación, que no alcanzaba para dejar de abrir cada mañana y la enfermedad. Todo se vino abajo de nuevo a comienzos de los 2000.
El impacto sonó apagado contra el piso. Pestaneó y la bola apenas rodaba. No le había pegado a nada. 

Original publicado en el suplemento Quinto Día de diario El Telégrafo. Autor: Marco Rivero.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Mate, espera, el orden inalterable de las cosas y su relatividad


- ¡Hasta que haga ruidito!
El muchacho acató el reto de su ocasional acompañante y volvió a sorber a través de la bombilla hasta los últimos vestigios de agua que quedaban en aquel mate.
- Y ya te dije que no es palanca de cambios, que la bombilla tiene que quedar quieta.
Él asintió con la cabeza mientras le devolvía la cuya, prolijamente forrada en cuero rosado coronada por una boquilla de plata y a través de la cual asomaba una extensa bombilla curvada del mismo metal noble, estilo camionero.
- Ya derrumbaste toda la montañita- observó mientras procedía restablecer el orden interno en el recipiente.
- No aparece más este 427. ¿No querés pedir un Uber?- el comentario de la mujer fue asimilado como un gesto de acercamiento por el muchacho. Ambos sonrieron a la par, sabedores que ni en la cartera de la dama ni en el bolsillo del caballero existía la posibilidad de convocar un auto de alquiler y menos de hacer frente al elevado costo que supondría el trayecto hasta el extremo opuesto de la ciudad.
Además de ellos en la parada una pareja de señores grandes jugaba con una tablet Ibirapitá, aprovechando el Wi-Fi. Un poco más atrás, sentada en un muro una madre había malabares para contener a sus cuatro hijos entretenidos mientras el transporte seguía demorando su llegada.
Desde el tope del termo -también forrado en cuero rosado- un chorro de agua inundó la cavidad hasta el borde de la reconstituida montañita de yerba. Con gesto ostentoso la mujer elevó el mate y sorbió hasta que el sonido dio cuenta del fin del líquido.
-¿Ves?- Demostró a su compañero de espera.
Otro chorro, el mate que va, él retira rápidamente el líquido cuidando de no mover siquiera un milímetro el tubo metálico y el ruido que avisa que ya no hay nada qué sacar.

  -¡Muy bien! Vamos aprendiendo- celebró sarcásticamente la cebadora.
- Pssst, psst, oiga, ¿nos hace una selfie?
El llamado era de la pareja de veteranos que pretendía retratarse.
-No, imposible, si es una selfie se la tienen que hacer ustedes mismos. Selfie viene del inglés self, que es “por uno mismo”- explicó la mujer del mate.
- Muchacho, ¿usted se anima?-
Asintió con la cabeza, tomó la tablet y los retrató.
- Gracias, la vamos a subir a Instagram-
Regresó a su lugar y le avisó a la cebadora que ya era tiempo que viniera otro mate.
- Primero tomo uno yo. Además, ¿por qué les sacaste una foto? ¿No ves que te pidieron una selfie?, una selfie es cuando se la saca uno mismo. Tenían que haber pedido una foto y yo misma les sacaba. Porque sino la gente no aprende, no aprende más.- le dijo mientras cebaba.
Él disfrutó del instante de silencio que se produjo, súbitamente interrumpido por el aviso del agotamiento del agua del fondo, que ya empezaba a caerle molesto. Ella le pasó otro mate.
El más grande de los niños de la otra mujer se acercó con las manos en la espalda.
- Señora, dice mi madre si usted sabe si el ómnibus demorará mucho…-
Ella giró el cuerpo y la cabeza. La madre tenía en sus brazos el bebé y con una pierna trataba de separar una pelea entre los del medio, de unos 4 o 5 años, un varón y una nena, quizás mellizos.
- ¿Me viste cara de GPS, gorda? No tengo ni idea, yo también estoy podrida de esperar-
El mate se hizo más largo, lo tomó con paciencia, meditando, invocando aquellos ancianos guaraníes que lideraban la ronda en la que compartían con sus hermanos la bebida a la que atribuían propiedades energéticas y espirituales. Los invocó como pidiendo un consejo y por un instante su mente se despegó de su cuerpo y flotó, hasta que el molesto ruido le avisó que no había más agua.
- ¿Ves? De nuevo estás moviendo toda la bombilla.
Sin más palabras, y ante la incrédula mirada de los niños, la madre y los ancianos, se levantó de repente, lanzó el mate por los aires directamente hacia el cantero central y empezó a caminar por avenida Italia hacia el oeste, escuchando por algunas cuadras los insultos correspondientes. 

Versión original publicada en Quinto Día de El Telégrafo. Autor: Marco Rivero.

viernes, 10 de noviembre de 2017

El secreto de Eulalia


Los dedos caminaban ágiles sobre las pestañas del fichero donde asomaban los nombres de aquellas personas a las que Eulalia Vázquez odiaba en secreto.
Cada domingo dedicaba la tarde a actualizarlas agregando en las fichas los apuntes que a lo largo de la semana iba tomando en una libretita que permanentemente llevaba consigo. Mientras algunos veían fútbol, otros paseaban a las mascotas o remontaban cometas, ella prefería ir acumulando allí su rencor expresado en finas curvas de tinta sobre papel.
Si no le cedían el asiento, si le desparramaban los perros la basura que estaba juntando, si el de adelante le copiaba alguno de los números de su jugada de 5 de oro... allí estaba el trazo en la hoja descargando todo el rencor.
Al principio creía que con esos apuntes podría al final de su vida mostrarle al resto del pueblo las que le habían hecho pasar, todo el sufrimiento que le habían infligido, la explicación de por qué no era capaz de tener amigos, de rodearse de otras personas, de mantener una conversación sana sobre las cosas del día, de la política, de religión, que los demás le cuenten sus viajes o las películas que vieron y la última gracia de sus hijos. Cada vez que intentó algo de eso indefectiblemente la conversación terminaba desviándose, a causa de Eulalia, hacia el mal que le había provocado otra persona.

Foto: Andrés Franco
 
Eulalia recuerda claramente cuál fue su primera anotación, que un año después dio lugar a aquel fichero inaugural y luego a otro y a otro hasta completar una sala completa, como si fuese una una biblioteca. Romina Montes era, sin dar lugar a ningún tipo de discusión, la niña más linda de su clase en segundo año B de la escuela 149 aquel año de 1952. Era la antítesis de Eulalia Vázquez: simpática, bien dispuesta, de conversación amena y por si fuera poco dueña de una capacidad intelectual soberbia, que le llevaba a estar siempre en la cima de las calificaciones del grupo. Lo peor de todo era que Romina vivía enfrente a la casa de Eulalia, situación que se mantiene hasta el día de hoy, y provoca que cada vez que Romina sale a la vereda Eulalia encuentre un pretexto para tomar otra anotación en su libreta. Todo comenzó una tarde en el patio de la escuela cuando un grupo de niñas, entre las que estaba Romina, se burlaba del nombre de Eulalia, señalándole que tenía “nombre de vieja”. Hasta poco antes ella había sentido orgullo de llevar el nombre de su abuela.
Escribiendo en la libreta y en las fichas sus desencantos diarios Eulalia evitó toda su vida confrontar directamente a las demás personas.
Cada domingo, mientras trascribe nombres y fechorías en las fichas correspondientes Eulalia se encuentra con el dilema de tratar de resolver la dificultad práctica de cómo hacer llegar, después de su propia muerte, cada ficha a la persona correspondiente. 

La versión original fue publicada en suplemento Quinto Día de El Telégrafo. Autor: Marco Rivero.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Crónica de truco (con flor quiero)


Con movimiento prolijo los 12 naipes se fueron desprendiendo desde la parte inferior del mazo para posarse frente a los participantes. Había acomodado lo poco que había quedado de la mano anterior con la esperanza de quedarse con aquel 4 y -por supuesto- que la 13ª, la de la muestra, lo convirtiera en “pieza”.
Levantó sus tres cartas de un solo movimiento y las acomodó de forma que se viera solo la primera para poder “orejear” el palo de las posteriores.
La sucesión de tres rayas en el tope de las barajas solo era presagio de cosas buenas, y más cuando la muestra acompañaba esa característica.
Empezaron a asomar los números y atrás del 6 que abría la fila llegaron un cinco y un 7. Derecha y de la muestra, igual no era la gran flor pero -si nadie mas tenía- aportaba tres puntos en un partido que venía peleado, y como todo el mundo sabe en el truco cualquier partido es como la final del mundo.
Arrimó el vaso a la boca para darle un sorbito corto, sin dejar de mirar al compañero a la espera las señas para ver qué había en el cuadro. Del otro lado mordiéndose el labio inferior el compañero avisó que tenía un tres.
El que estaba a la derecha jugó callado un 6 de copas. “Voy con la liga, compañero”, anunció con pretensiones de darle valor a una carta de las del fondo de la tabla.
El de enfrente esbozó una sonrisa, dijo “la mía es más grande” y puso un 7 de bastos solo para molestar, como si ya no fuera suficiente con la pandilla de moscas que parecía flotar sobre el cuadrilátero de juego.
El tercero, “pie” del conjunto adversario, echó una mirada sobre sus cartas, levantó la vista y la posó fijamente en quien se encontraba a su derecha, que iba a tener luego la posibilidad de definir a cartas vistas la primera mano.
“¿Aparte de esa liga...”, medio preguntó mirando a su compañero con pretensión de saber si estaba en condiciones de dar pelea por los puntos del envido.
“Son las suyas”, devolvió el otro bajando, la mirada al quedar en evidencia su intención de engaño con aquel comentario que hizo cuando bajó a la mesa la primera carta.
Callado el pie rival desembarcó al juego con un tres de oros.
“¡Calzó!”, dijo apenas vista la tercera carta sobre las tablas. “Pero antes de jugar aviso que tengo flor”, celebró al dar cumplimiento al trámite que exigen las reglas para asegurarse los tres puntos que adjudica esa combinación.
Ya sabía que iba a ser muy difícil que no se llevaran por lo menos uno más solo con asustar a los competidores forzando una huida, pero venía tan peleado que lo ganó la idea de hacerse de algo adicional.

En el Truco no se usan comodines, pero ¡gracias Sara por tanto!

Sin mediar otra palabra puso el 5 de espadas encima del 3 y apartó rumbo al mazo los despojos de esa primera mano, acto seguido colocó sobre la mesa el 6 y comentó lo que ya a esa altura resultaba evidente para todos: “derecha de la muestra”.
Detrás suyo podía escuchar los rumores sobre su decisión. Que jugó mal, que se apuró, que gastó mal la pieza, fueron algunos de los comentarios que alcanzó a distinguir en el barullo.
Lo invadió la misma sensación que aquel lluvioso verano de 1998 en el ranchito a pocas cuadras de la playa cuando el fenómeno del niño inundó las vacaciones y las noches de baile en Saveiro se cambiaron por extensas tenidas de vino y caña saborizada compartidas con Sabina, los Redonditos de Ricota, Nirvana y varios peludos barullentos más, para molestia de los vecinos.
Aquella noche había ensayado ir fuerte en la primera mano, gastando, regalar la segunda y poner lo que quedara en la tercera. En el peor de los casos era 3 por 1 y si llegaban a aguantar la cosecha podía ser jugosa.
Al del costado le volvió la sonrisa cuando pronunció “con esa puedo” y la apretó contra la tabla con el as de oros.
El turno era del compañero que a esa altura parecía entender poco de cómo venía el partido. A pedido del pie, siempre callado, jugó el 3 para apurar al adversario.
“¡Truco a esa flor!” gritó quien cerraba la rueda blandiendo una carta con la que amenazaba poner la cosas 1 a 1 y llevar la definición a la tercera mano.
Viendo cómo el plan se cumplía a la perfección respondió “¡quiero, retruco!”, en un gesto asimilable al que hace el pescador cuando siente que la presa está enganchada en el anzuelo.
“No quiero más”, dijo el de la izquierda, juntando sus naipes para ubicarlos en la cima del montón.
La bic trazó en la libreta un cuadrado completo y una diagonal.

Autor: Marco Rivero – publicado en suplemento Quinto Día de El Telégrafo

jueves, 26 de octubre de 2017

¡Sacala Polaco! (Un cuento de fútbol)


La carrera de ambos había sido algo inédito. Allí estaban jugando una final de la Champions Legue convertidos en estrella de dos equipos que suelen ser de mitad de tabla en sus respectivas ligas nacionales y enfrentados a muerte después de una larga historia común.
Empezaron en el Granada y formaron parte de la generación “milagro” del baby fútbol varelense, aquella 2017 que arrasó con todos los campeonatos nacionales que se le pusieron enfrente. El “Polaco” Anchetta y el “Rubio” Milla se repartieron entre sí por mitades el 86 % de los goles en su pasaje por las categorías infantiles.
Por razones familiares uno siguió haciendo juveniles en el fútbol de Treinta y Tres y el otro se mudó a Minas, pero volvieron a unirse cuando aquel ojeador de Liverpool cumplió su promesa y se los llevó a jugar a Montevideo a cambio de algunos beneficios para sus familias. Allí volvieron a ganar todo: el Uruguayo y la primera Copa Libertadores de un equipo uruguayo “en desarrollo”.
Luego llegó el tan ansiado pase al exterior, aunque cabe puntualizar que ya a esta altura algunas cosas habían cambiado: el deterioro en la economía de mercado y el abandono masivo de la televisión hacia internet, junto a las legislaciones que habían declarado en toda Europa al fútbol patrimonio de acceso público, habían sumido en la más profunda miseria a instituciones que apenas 30 o 40 años antes eran auténticos colosos. El fútbol ahora era dominado por nórdicos y helvéticos: el Polaco fue a parar al Lathi de Finlandia y el Rubio terminó en el Thun de la Superliga suiza.
Se sabía que -aunque pudiesen- después del negriazul no iban a seguir juntos y todo tiene que ver con la hermana melliza del Rubio, si, la “Rubia” Milla. La muchacha era la debilidad de todos allá en el pueblo de los corrales, era la fotocopia color del hermano y debido a ello era una fruta prohibida para el Polaco. Sin embargo éste era la debilidad de la joven, por mucho que su hermano protestara.
Cuando se supo del fogoso romance entre el Polaco y la Rubia la concentración de Lomas de Zamora fue un dolor de cabeza.
Quedaban pocas semanas para terminar la temporada y la repercusión de las relaciones quebradas entre los dos futbolistas, figuras del equipo de La Cuchilla, se sintió en el vestuario. Como antes los goles los jóvenes dividieron por mitades al plantel y la magia se perdió. Liverpool ganó su segundo campeonato al hilo gracias a la ventaja enorme con que llegó a la recta final. 

Ph: Andrés Franco 

Faltaban seis horas apenas para la gran final de Europa en el recién remodelado Tecate Arena Nacional de Bucarest, Rumania. Los dos jóvenes varelenses sabían que en este partido habría mucho en juego: nunca uno de los dos había superado al otro, salvo por el episodio de la Rubia, claro, pero dentro de la cancha no les había tocado enfrentarse anteriormente.
El celular vibraba con insistencia en el cajón de la mesita de luz de la habitación 314 del Grand Hotel Continental donde velaba sus armas el equipo suizo. El Rubio atendió y no necesitó siquiera preguntar quién lo llamaba, porque los estaba esperando.
- Vamos a hacerla fácil. Si yo gano vos te dejás de joder y aceptás lo mío con la Rubia y si pierdo te prometo que nunca más la vuelvo a buscar.
- ¿Vos estás loco? ¿Te pensás que la vida es un partido de fútbol? ¿No entendés por qué no te quiero para mi hermana? Porque te conozco muy bien y sé que solo le vas a hacer mal.
A las 21:30 hora rumana el croata Nikola Kukoc pitó para da comienzo al match. Apenas movieron el Polaco salió corriendo en busca del Rubio y sin mediar palabra le puso un gancho de derecha en la mandíbula sin ningún tipo de disimulo, el otro se levantó como pudo y respondió la agresión abalanzándose encima de su íntimo enemigo y detrás de ellos se empezaron a dar entre todos los protagonistas, ya que más o menos cada plantel estaba al tanto de cómo venía el asunto.
Cuando se desarmó el entrevero el colegiado decretó la expulsión de los 22 titulares, sus respectivos suplentes y cuerpos técnicos y así lo estampó en el formulario electrónico oficial que se elevó a la UEFA, que una semana más tarde declaró por primera vez desierto el título de campeón, a pesar de las protestas de quienes habían perdido en semifinales. 

Autor: Marco Rivero - Publicado en Quinto Día de El Telégrafo 

jueves, 19 de octubre de 2017

Hacer un museo en 37 años




Nota publicada en Quinto Día el 9 de julio 2017.
Mención especial en Premios OPI 2017.

Aquella maravillosa función


La atención al público comenzaba a las 13:00, pero las puertas de la oficina se abrían puntualmente a las 12:45. De esa forma la sala de espera ya completa solía ver cómo rutinariamente llegaban los tres dependientes a ocupar sus lugares detrás de las ventanillas. Lo acotado del espacio obligaba a que lo hicieran ordenadamente: primero ingresaba el de la 3, luego la dama de la número 2 y finalmente el encargado de la casilla 1. Siempre con puntualidad religiosa.
Un día cualquiera debido a una casualidad o a la automatización espontánea devenida de los gestos rutinarios hizo que los tres hicieran al unísono la misma serie de movimientos al ocupar sus asientos: primero correr la silla, mirada hacia el monitor, agacharse a encender la computadora y sentarse. Desde los asientos en la sala de espera surgió un tímido aplauso de alguien que se había percatado y quiso reconocer el -involuntario- giro artístico.
Al final de la jornada fue el número 1 quien propuso a sus compañeros quizás ensayar esos movimientos y repetirlos cada día al ingreso, como una forma de aportar algo más al contribuyente, que a la postre era quien hacía posible el cobro de sus salarios.
Fue así que a la jornada siguiente se convocaron un poco más temprano para poder sistematizar la secuencia. La ensayaron un par de veces y llegada la hora la repitieron con un reconocimiento mayor que el día anterior.
En sucesivas jornadas de trabajo la rutina de ingreso logró tal éxito que la sala de espera quedó chica para el público que concurría ver la artística entrada de los administrativos a sus respectivos puestos de trabajo. Simultáneamente los funcionarios fueron agregando detalles a su acting.
Con el correr de los meses la gente tuvo que sacar número para entrar a sacar número para ser atendidos en la oficina luego que los administrativos/artistas culminaran con sus cinco minutos de coreografía. A esa altura ya tenían una música que acompañaba el desarrollo de su puesta en escena y algunas luces que cambiaban de colores durante la presentación.

La demanda diaria por apreciar aquel espectáculo siguió creciendo, a punto tal que decidieron solicitar un simbólico aporte monetario, a modo de entrada, para que la cantidad de público se ajustara a la capacidad de la sala. Esto molestó al principio a los usuarios que tenían que ir a realizar trámites a esa dependencia, pero fue solo hasta que apreciaron el espectáculo que ofrecían los funcionarios, que ya contaban con un presentador y con una iluminación robótica que los seguía en sus desplazamientos.
El éxito de taquilla trajo una interesante recaudación, por lo que reclamaron a la dirección general de la que dependían que se les adjudicara un espacio más amplio, en reconocimiento al servicio ejemplar que estaban ofreciendo a los contribuyentes. Se les asignó una de las oficinas más grandes, ubicada frente al hall principal, y sobre la entrada se instaló la marquesina que anunciaba los horarios de las 4 funciones diarias que allí se realizaban. Al costado se ubicó una pequeña casilla donde se cobraban las entradas.
Ir a hacer trámites a esa dependencia se estaba volviendo un dolor de cabeza: había que pagar entrada, los funcionarios atendían en los tiempos muertos entre las funciones, pero el esfuerzo que les exigían las complejas “coreo” provocaba que tuvieran que tomarse prolongados descansos. Fue así que se decidió eximir a los artistas de las tareas administrativas que tenían asignadas y que se enfocaran en su espectáculo.
La sala a esa altura contaba con telón, amplificación Dolby sorrounded digital, cincuenta butacas acolchonadas con posabrazos individuales y un pequeño espacio de venta de golosinas.
Pero llegaron las elecciones y después sobrevino el cambio de gobierno. La nueva administración, con mucho menos sensibilidad artística, entendió que no tenía sentido tener un teatro dentro del edificio y volvió a colocar en su lugar los viejos aburridos escritorios de toda la vida. Sonrientes las veteranas oficinistas recuperaron su lugar con vista al hall. Como sus funciones de cobro habían sido asimiladas por las redes de cobranza los tres fueron declarados excedentarios.
Quisieron dedicarse al teatro y estrenaron una obra musical, pero la respuesta del público no fue la que esperaban. Y siguieron condenados a cobrar sus salarios en sus casas, sin asistir a trabajar.

* Publicado en suplemento Quinto Día de El Telégrafo en julio de 2017

sábado, 7 de octubre de 2017

La reliquia brasilera


El 158 iba con mucho menos gente de lo habitual, o sería que lo tomé más temprano que de costumbre, tal vez. El domingo por la mañana esos ómnibus que salen del centro suelen llevar entre el pasaje algún que otro cuerpo destruido por el consumo de la noche anterior. Uno mismo a veces no escapaba a esa lógica, cabe reconocer, y de ahí que los recuerdos a veces no resulten la fuente más confiable.
Me senté sin prestar mucha atención en los asientos de alrededor y recién algunas paradas más adelante tomé cuenta de la presencia del pequeño niño que viajaba solo en uno de los lugares reservados para embarazadas, frente al sitio destinado al desaparecido guarda. Cabizbajo, de pelo bien cortito y claro, aquel gurí llevaba en su manos un objeto que cautivaba plenamente su atención. Evidentemente conocía el recorrido y tenía muy claro donde bajarse, porque no evidenciaba ningún tipo de preocupación en el paisaje que permitía la ventanilla de enfrente.
No sé a qué altura de Fernández Crespo, en una de esas cortadas donde asoma la feria de Tristán Narvaja, estoy casi seguro, subió un hombre flaco y alto, el gesto con la cédula al conductor evidenció su condición de pasivo. Cuando se puso de frente al pasillo demostró una inusitada elegancia para la hora, a pesar de la humildad de aquel traje negro de finas líneas verticales doradas, con sombrero tanguero haciendo juego, que dentro del coche mantuvo alejado de la engominada y canosa cabellera. El fino bigote, amarillento por el tabaco, apenas se movió en gesto de saludo general y despojado de cualquier tipo de compromiso de devolución, de todos modos cabeceé, retribuyendo, desde atrás de mis gruesos lentes de sol.
El veterano se ubicó justo frente al niño y durante algunas cuadras lo observó atentamente, más específicamente no podía retirar la vista del extraño objeto de las manos del chiquilín.
- ¿Vos sabés qué es eso que tenés en la mano? ¿Quién te lo dio?
- Me lo regaló la abuela, no sé qué es.
- Prestámelo que te cuento.
Se levantó y le alcanzó al hombre mayor aquella trenza de tiento con una piedra, que me pareció celeste, labrada en uno de sus extremos.
- Si, justo lo que me pareció. Esto es una reliquia, es muy poderosa. ¿Querés que te haga un cuento de algo que me pasó con una igual a esta?
Entre erizado e incrédulo el niño asintió.
- Yo trabaja en la arrocera Miní, en la laguna Merín, ¿ubicás?, y habíamos ido con un compañero a buscar un repuesto de cosechadora que nos habían mandado a Charqueada por empresa Puentes, en aquellos años la ruta 17 era un desastre y las cosas demoraban en llegar, te estoy hablando de los años 60.




Para llegar a Charqueada había que cruzar el arroyo Parado en la balsa del Peludo. Íbamos en un camioncito Chevrolet del año 55 que era lo único que servía para andar en aquellos barriales. Me acuerdo que con nosotros subió a la balsa un auto Ford de lujo, que era de un brasilero que era socio en uno de los arrozales. La mujer más linda que ví en mi vida, la mujer de ese brasilero, iba en el auto con él y no se bajó para cruzar en la balsa. El arroyo estaba crecido y el balsero nos comentó que capaz que era la última pasada que hacía, así que íbamos a tener que quedarnos en Charqueada hasta que bajara un poco la creciente. A mitad del arroyo aquel mundo de agua hacía mucha fuerza en la linga de la balsa y con todo el peso de los dos vehículos se veía que no iba a aguantar, y reventó nomás. El chicotazo de la linga lo agarró al brasilero en el medio del pecho y lo partió en 2, al balsero no lo ví y mi compañero se hundió con el camioncito en el Parado, yo que tenía cerca de 20 años me tiré atrás del auto, a ver si podía rescatar a la brasilera, me zambullí y a pesar de la mugre del agua la alcancé a ver, pero no pude sacarla de adentro del auto por la ventana. La mujer estiró la mano, donde tenía apretada la reliquia y me la dio. Ahí empecé a sentir algo que le cinchaba de arriba y cuando llegué a la superficie me enderecé y pude salir caminando sobre la creciente.
El niño miraba con la boca abierta.
- Así que cuidá bien esto, que te puede salvar la vida.
El hombre se bajó en la parada siguiente y no sé si fue la niebla o que me sugestionó el relato, pero para mí que se alejó flotando, como a 15 centímetros del piso.



* Publicado en suplemento Quinto Día de diario El Telégrafo - 

jueves, 5 de octubre de 2017

El candidato barrial




Nadie conocía del todo bien a Nicanor Mieres, incluso muchos pensaban que no era ese su verdadero nombre y que de alguna forma había logrado cambiarlo. Se dice que él mismo había recorrido las casas de remate comprando baratijas de bronce para hacerse el monumento a sí mismo que inauguró en nombre de una supuesta comisión de vecinos, cuya presidenta -casualmente- ese día no pudo concurrir por razones de enfermedad.
Nadie se explica cómo fue que Mieres consiguió la autorización para que lo dejaran poner aquella estatua de tamaño natural en la plaza del barrio La Tenaza, en el que nunca entes se lo había visto, pero al que no se cansó de saludar y agradecer en su discurso, nombrando uno por uno a los vecinos presentes, que no salían de su asombro. ¿Cómo era posibles que este personaje los conociera? ¿Por qué tenía un monumento en la plaza?
El texto al pie de la estatua decía “A Nicanor Mieres, homenaje en vida del barrio La Tenaza a su protector”.
La cosa fue que el monumento se inauguró y hasta el intendente y el jefe de Policía estuvieron en el lugar para darle aires de ceremonia a la velada. El cierre fue a toda orquesta con la banda municipal -que había tocado el himno al comienzo- interpretando canciones populares del género tropical y todas las parejas a pista.
Antes que se apagaran las luces y los equipos de amplificación Mieres pidió la palabra nuevamente para hacer un anuncio, antes que se fuera el intendente. No fue ni más ni menos que su decisión de comenzar su carrera política dando su apoyo a la lista de quien hoy estaba al frente de la Comuna.
El anuncio fue muy celebrado por los vecinos, a los que a esa altura ya no les interesaba quién era esa persona a la que confianzudamente -a pedido suyo, por supuesto- llamaban “el Nica”.
Milagrosamente aquel hombre al que nadie conocía con el correr de los días pasó a ser “el hijo de doña Marta, aquella señora viejita que criaba sola a su gurí y que vivía en el rancho de terrón con techo de paja donde ahora está la iglesia de los brasileros”, o “un gurí normal del barrio, que no se destacaba mucho, pero que siempre andaba correteando con los de la Mirella, que eran un poco más grandes y que por eso no se acuerdan de él” y hasta la vieja maestra, que por el nombre no lo saca, pero se acuerda que “siempre estaba en la vuelta de la comisión de biblioteca y en la cruz roja de la escuela, muy inquieto pero muy responsable y muy respetuoso también”.



El intendente, viejo bicho político él, había quedado con el número del Nica y lo citó a su despacho.
-Nicanor, antes que nada le agradezco la confianza que han puesto en mi persona usted y su agrupación barrial. Pero debo decir que usted es consciente que este es mi segundo período al frente de la Intendencia y ya no puedo volver a ser candidato. Además la agrupación está en una etapa de renovación, buscando sangre nueva para apoyar a Eustaquio Amilivia, el secretario general, que va a ser el candidato a Intendente. Le propongo, a ver qué le parece, que en vez de ir con su propia lista para a lo sumo llegar a ser edil, se venga con nosotros en la lista 480 y yo le aseguro que si ganamos le doy la Dirección de Impulso Social, Integración, Bienestar Comunitario y Participación, para que usted extienda a todo el departamento el maravilloso trabajo que viene haciendo en el barrio La Tenaza.
-¿Y si perdemos?- Preguntó el Nica, mostrando vocación negociadora.
- Si llegásemos a perder la Intendencia yo de todos modos le conseguiría un lugar como secretario mío o de algún amigo en el Parlamento, pero todas las encuestas nos dan muy favorables y es casi un hecho que saquemos esa banca-
- Vamos a darle, entonces-

Publicado en suplemento Quinto Día de El Telégrafo en marzo de 2015.

lunes, 2 de octubre de 2017

El milagro de Ballena Muerta


El Festival Anual de Dinamitación (sic.) de las Vías, la fiesta principal de Ballena Muerta, nació en enero de 1879 y desde entonces no ha dejado de realizarse, por más que desde 1938 la compañía ferroviaria dejó de realizar las reparaciones para que el tren volviese a rodar hasta aquel apartado lugar, desapareciéndolo de toda referencia en los mapas. El propio Estado con el tiempo desistió de llevar cualquier tipo de servicio o dependencia pública: no había Policía, ni escuela, ni luz eléctrica, ni correo, ni nada. La gente de allí se las arreglaba por sí sola y no solamente era feliz por ello, era su orgullo.
En Ballena Muerta nadie tenía credencial. Las cosas del pueblo se decidían en una asamblea abierta, en democracia directa, donde la mano levantada de cada uno valía un voto, ni más ni menos.
La gente más vieja enseñaba a los más jóvenes las cosas que necesitaban para vivir y no se iban por las ramas en conocimientos abstractos, no saldrían de allí quizás los más brillantes científicos y pensadores, pero tendrían lo suficiente para sobrevivir en su aislamiento y ser sanos y fuertes comiendo su propia producción libre de contaminantes.
No había televisores, ni radio, no llegan los diarios ni revistas y no se recibía ningún tipo de señal de telefonía ni internet.
Así fue hasta el 15 de setiembre de 2006, el día en que todo comenzó a cambiar. En mayo de ese año asumió la gobernación comunal del distrito al que territorialmente debería pertenecer el poblado el primer Intendente con menos de 40 años que se recuerde en por lo menos un siglo.
El nuevo líder llegó a al zona con ideas renovadoras y apenas se enteró de la historia de la ermitaña población de Ballena Muerta vio en el lugar un potencial turístico capaz de reactivar la deprimida economía regional.
Decidido a propiciar un acercamiento se convirtió en el primer jerarca en visitar el lugar desde 1937, la última vez que se reinauguró el tendido de la vía después de un Festival de Dinamitación.
El joven gobernante fue recibido por la asamblea local en la plaza pública, donde les transmitió su idea de dar a conocer al mundo “el milagro de Ballena Muerta, el pueblo más libre del mundo”, frase que ya planteaba en su cabeza como un eslogan publicitario para atraer visitantes.
Luego de muchas idas y vueltas la asamblea aceptó la idea del mandatario, pero solo bajo la condición de que no perderían su autonomía ni se les intentaría imponer ningún tipo de normativa, regulación, reglamento o compromiso de ningún tipo.
Se acordó que el plan de explotación turística comenzaría con el Festival de Dinamitación de las Vías del año siguiente, con la cuarta luna llena del verano siguiente, ya que ese era la forma de medir el tiempo en el lugar.
En un organismo multilateral de crédito el Intendente consiguió los recursos para reconstruir el viejo puente ferrocarrilero. Varios artistas de renombre internacional llegarían en un tren arrastrado por una vieja locomotora a vapor, conducida por el jefe comunal, y en el resto de los vagones todos los turistas que hubieran adquirido los paquetes que se pusieron a la venta a través de las más prestigiosas páginas de compraventa en las redes sociales, sobre todo Facebook.
El festival daría comienzo oficialmente cuando la blanca estela de vapor transitara por al centro del hermoso puente de hierro.
Así fue, y la explosión se sintió en varios kilómetros a la redonda. Ese año le pusieron más dinamita que nunca, como si eso aumentara de alguna manera el sentido reivindicativo de aquel ritual de destruir -literalmente- las vías que los comunicaban con el resto del mundo.

Publicado en el suplemento Quinto Día de diario El Telégrafo en agosto de 2017

sábado, 30 de septiembre de 2017

El hijo de Horacio en la olla a presión


- ¿Vos sos hijo de Horacio? Sos igualito.- Le dijo mientras pesaba los cincuenta pesos de bizcochos salados.
- No nada que ver, mi padre se llama Julio. ¿Qué Horacio dice usted?
- Horacio, el señor que vive acá a la vuelta, por la calle Elostegui, que vende libros en la feria. ¿Cincuenta de dulces también?
- Si. No, no lo conozco.
- Claro, se mudó hace poco, y me comentó que tenía un hijo por aquí, Julián, ¿vos te llamás Julián, no?
- Si, si, pero debe ser otro Julián.
- Que extraño, porque sos re parecido.
Pagó y se fue. Movido por la curiosidad cambió la ruta de camino al parque para pasar por la calle Elosegui, pero no vio a nadie, así que siguió camino rumbo al parque donde los demás, con el mate, esperaban por el contenido de las bolsas de papel.
Llegó hasta el murito que compartían sus amigos, saludo, repartió las bolsas y se despidió.
- Es que tengo que ir a ver un asunto familiar- excusó ante los reclamos de sus compañeros.
Caminó de nuevo hacia la calle Elostegui para volver a pasar frente a la casa de ese extraño hombre que con cada minuto crecía en posibilidades de convertirse en su padre, a quien decidió esperar sentado en el cordón de la vereda, bajo la bonachona sombra de un plátano.
El lento paso de una vecina con un carrito cargado de frutas y verduras le recordó que hoy era día de feria y que quizás su futuro padre aún estuviese allí y partió corriendo hacia el lugar. Cuando comenzó a pasar los primeros puestos se lo encontró, estaba acomodando una pila de libros dentro de una caja, preparándose para levantar el puesto, ya casi era la hora de terminar la feria y no andaba mucha gente en la vuelta.
Por caprichos cromosómicos quizás, pero el parecido físico era indiscutible. Una nariz tan poco frecuente se distingue con facilidad. Julián solo podía pensar que eran demasiadas coincidencias.
- ¿Horacio, verdad?
- El mismo, ¿quién pregunta?
- Decime vos.
- No te entiendo.
- Me dicen que estás buscando a tu hijo, Julián, bueno yo soy Julián.
- No, pero…
- Decime, ¿yo soy tu hijo o no?

- No, no, no sos Julián, por lo menos no sos mi Julián…
- No sé cuáles son tus intenciones, Horacio, pero vamos a llegar al fondo de todo esto. Te lo puedo asegurar.- Giró y se fue caminando entre los puestos hacia el otro extremo de la feria, sin dejar al librero espacio para preguntas.
Julián regresó a su casa. Julio tomaba un té de manzanilla junto a la ventana y por el gesto de su hijo cuando lo vio a través del vidrio intuyó que algo no estaba bien.
- Mañana nos vamos a hacer un ADN, Papá.
- ¿El qué? ¿Qué te pasa, te eloqueciste?
- No, acá está pasando algo raro y no quiero quedarme con dudas de ningún tipo.
- No, hijo, qué decís, ¿qué te pasó?
- Acá hay un señor que es muy parecido a mí y que anda buscando a su hijo, que casualmente se llama igual que yo.
- ¿Y? ¿Ya con eso asumís que te estamos escondiendo algo? ¿Cuánta gente pensás que tiene la misma nariz que vos?
- La nariz, claro, ¿cómo sabías que el tipo tiene una nariz parecida a la mía? Yo no te conté nada.
- Hijo, es tu rasgo más característico, qué otra cosa parecida podría tener.
- Bueno, mañana a las diez en el laboratorio y se terminan las dudas.
- Yo voy con vos a donde quieras, pero te aseguro que no vas a encontrar nada raro.
Desconfiando a pesar de las palabras de su padre Julián se fue con toda la carga emocional de la situación a cuestas.
Ya solo, Julio tomó el teléfono y marcó un número que no estaba entre sus contactos, un número que se sabía de memoria. Horacio atendió del otro lado.
- Está bien, acepto, mañana te deposito los cien mil, pero asegurate de hablar con la del laboratorio para que no pase nada raro, sino cancelo todo.
- Así me gusta, quedate tranquilo que se despejan todas las dudas, pero tené en cuenta que si otra vez te negás a pagar el chiquilín se puede enterar de algunos detalle más de nuestro secretito…
- ¡Te pago y te perdés eh! Y que esta vez sea para siempre… mirá que todavía tenemos algunos amigos en común que creen que esto ha ido demasiado lejos.
- Ahh, pero si vamos a hablar de cosas que han ido demasiado lejos te tengo que recordar que hay cierta flota de portaaviones que traspasó determinado meridiano.
- Si querés que salgan tiene que salir todo bien mañana, y ya que estamos, si salen tendrían que cesar los ataques de los hackers de tus jefes contra nuestro sistema de seguridad.
- Estoy seguro que no son nuestros esos hackers, seguramente sean chinos, pero tené por cierto que si cumplís con eso se va a terminar.
- Ah, y también quiero a la panadera de la esquina fuera del tablero.


Publicado en suplemento Quinto Día de El Telegrafo, Paysandú en enero de 2017.

Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre Brasil y Uruguay para evitar migración “vermelha” desde Cuba y Venezuela

BOLSONARO FIRMARÍA DECRETO POCO DESPUÉS DE ASUMIR Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre  Brasil  y  Uruguay pa...