Los dedos caminaban ágiles sobre las pestañas del fichero donde
asomaban los nombres de aquellas personas a las que Eulalia Vázquez
odiaba en secreto.
Cada domingo dedicaba la tarde a actualizarlas agregando en las
fichas los apuntes que a lo largo de la semana iba tomando en una
libretita que permanentemente llevaba consigo. Mientras algunos veían
fútbol, otros paseaban a las mascotas o remontaban cometas, ella
prefería ir acumulando allí su rencor expresado en finas curvas de
tinta sobre papel.
Si no le cedían el asiento, si le desparramaban los perros la basura
que estaba juntando, si el de adelante le copiaba alguno de los
números de su jugada de 5 de oro... allí estaba el trazo en la hoja
descargando todo el rencor.
Al principio creía que con esos apuntes podría al final de su vida
mostrarle al resto del pueblo las que le habían hecho pasar, todo el
sufrimiento que le habían infligido, la explicación de por qué no
era capaz de tener amigos, de rodearse de otras personas, de mantener
una conversación sana sobre las cosas del día, de la política, de
religión, que los demás le cuenten sus viajes o las películas que
vieron y la última gracia de sus hijos. Cada vez que intentó algo
de eso indefectiblemente la conversación terminaba desviándose, a
causa de Eulalia, hacia el mal que le había provocado otra persona.
Eulalia recuerda claramente cuál fue su primera anotación, que un año después dio lugar a aquel fichero inaugural y luego a otro y a otro hasta completar una sala completa, como si fuese una una biblioteca. Romina Montes era, sin dar lugar a ningún tipo de discusión, la niña más linda de su clase en segundo año B de la escuela 149 aquel año de 1952. Era la antítesis de Eulalia Vázquez: simpática, bien dispuesta, de conversación amena y por si fuera poco dueña de una capacidad intelectual soberbia, que le llevaba a estar siempre en la cima de las calificaciones del grupo. Lo peor de todo era que Romina vivía enfrente a la casa de Eulalia, situación que se mantiene hasta el día de hoy, y provoca que cada vez que Romina sale a la vereda Eulalia encuentre un pretexto para tomar otra anotación en su libreta. Todo comenzó una tarde en el patio de la escuela cuando un grupo de niñas, entre las que estaba Romina, se burlaba del nombre de Eulalia, señalándole que tenía “nombre de vieja”. Hasta poco antes ella había sentido orgullo de llevar el nombre de su abuela.
Escribiendo en la libreta y en las fichas sus desencantos diarios
Eulalia evitó toda su vida confrontar directamente a las demás
personas.
Cada domingo, mientras trascribe nombres y fechorías en las fichas
correspondientes Eulalia se encuentra con el dilema de tratar de
resolver la dificultad práctica de cómo hacer llegar, después de
su propia muerte, cada ficha a la persona correspondiente.
La versión original fue publicada en suplemento Quinto Día de El Telégrafo. Autor: Marco Rivero.
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