La atención al público comenzaba a las 13:00, pero las puertas de
la oficina se abrían puntualmente a las 12:45. De esa forma la sala
de espera ya completa solía ver cómo rutinariamente llegaban los
tres dependientes a ocupar sus lugares detrás de las ventanillas. Lo
acotado del espacio obligaba a que lo hicieran ordenadamente: primero
ingresaba el de la 3, luego la dama de la número 2 y finalmente el
encargado de la casilla 1. Siempre con puntualidad religiosa.
Un día cualquiera debido a una casualidad o a la automatización
espontánea devenida de los gestos rutinarios hizo que los tres
hicieran al unísono la misma serie de movimientos al ocupar sus
asientos: primero correr la silla, mirada hacia el monitor, agacharse
a encender la computadora y sentarse. Desde los asientos en la sala
de espera surgió un tímido aplauso de alguien que se había
percatado y quiso reconocer el -involuntario- giro artístico.
Al final de la jornada fue el número 1 quien propuso a sus
compañeros quizás ensayar esos movimientos y repetirlos cada día
al ingreso, como una forma de aportar algo más al contribuyente, que
a la postre era quien hacía posible el cobro de sus salarios.
Fue así que a la jornada siguiente se convocaron un poco más
temprano para poder sistematizar la secuencia. La ensayaron un par de
veces y llegada la hora la repitieron con un reconocimiento mayor que
el día anterior.
En sucesivas jornadas de trabajo la rutina de ingreso logró tal
éxito que la sala de espera quedó chica para el público que
concurría ver la artística entrada de los administrativos a sus
respectivos puestos de trabajo. Simultáneamente los funcionarios
fueron agregando detalles a su acting.
Con el correr de los meses la gente tuvo que sacar número para
entrar a sacar número para ser atendidos en la oficina luego que los
administrativos/artistas culminaran con sus cinco minutos de
coreografía. A esa altura ya tenían una música que acompañaba el
desarrollo de su puesta en escena y algunas luces que cambiaban de
colores durante la presentación.
La demanda diaria por apreciar aquel espectáculo siguió creciendo,
a punto tal que decidieron solicitar un simbólico aporte monetario,
a modo de entrada, para que la cantidad de público se ajustara a la
capacidad de la sala. Esto molestó al principio a los usuarios que
tenían que ir a realizar trámites a esa dependencia, pero fue solo
hasta que apreciaron el espectáculo que ofrecían los funcionarios,
que ya contaban con un presentador y con una iluminación robótica
que los seguía en sus desplazamientos.
El éxito de taquilla trajo una interesante recaudación, por lo que
reclamaron a la dirección general de la que dependían que se les
adjudicara un espacio más amplio, en reconocimiento al servicio
ejemplar que estaban ofreciendo a los contribuyentes. Se les asignó
una de las oficinas más grandes, ubicada frente al hall principal, y
sobre la entrada se instaló la marquesina que anunciaba los horarios
de las 4 funciones diarias que allí se realizaban. Al costado se
ubicó una pequeña casilla donde se cobraban las entradas.
Ir a hacer trámites a esa dependencia se estaba volviendo un dolor
de cabeza: había que pagar entrada, los funcionarios atendían en
los tiempos muertos entre las funciones, pero el esfuerzo que les
exigían las complejas “coreo” provocaba que tuvieran que tomarse
prolongados descansos. Fue así que se decidió eximir a los artistas
de las tareas administrativas que tenían asignadas y que se
enfocaran en su espectáculo.
La sala a esa altura contaba con telón, amplificación Dolby
sorrounded digital, cincuenta butacas acolchonadas con posabrazos
individuales y un pequeño espacio de venta de golosinas.
Pero llegaron las elecciones y después sobrevino el cambio de
gobierno. La nueva administración, con mucho menos sensibilidad
artística, entendió que no tenía sentido tener un teatro dentro
del edificio y volvió a colocar en su lugar los viejos aburridos
escritorios de toda la vida. Sonrientes las veteranas oficinistas
recuperaron su lugar con vista al hall. Como sus funciones de cobro
habían sido asimiladas por las redes de cobranza los tres fueron
declarados excedentarios.
Quisieron dedicarse al teatro y estrenaron una obra musical, pero la
respuesta del público no fue la que esperaban. Y siguieron
condenados a cobrar sus salarios en sus casas, sin asistir a
trabajar.
* Publicado en suplemento Quinto Día de El Telégrafo en julio de
2017
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