Con movimiento prolijo los 12 naipes se fueron desprendiendo desde la
parte inferior del mazo para posarse frente a los participantes.
Había acomodado lo poco que había quedado de la mano anterior con
la esperanza de quedarse con aquel 4 y -por supuesto- que la 13ª, la
de la muestra, lo convirtiera en “pieza”.
Levantó sus tres cartas de un solo movimiento y las acomodó de
forma que se viera solo la primera para poder “orejear” el palo
de las posteriores.
La sucesión de tres rayas en el tope de las barajas solo era
presagio de cosas buenas, y más cuando la muestra acompañaba esa
característica.
Empezaron a asomar los números y atrás del 6 que abría la fila
llegaron un cinco y un 7. Derecha y de la muestra, igual no era la
gran flor pero -si nadie mas tenía- aportaba tres puntos en un
partido que venía peleado, y como todo el mundo sabe en el truco
cualquier partido es como la final del mundo.
Arrimó el vaso a la boca para darle un sorbito corto, sin dejar de
mirar al compañero a la espera las señas para ver qué había en el
cuadro. Del otro lado mordiéndose el labio inferior el compañero
avisó que tenía un tres.
El que estaba a la derecha jugó callado un 6 de copas. “Voy con la
liga, compañero”, anunció con pretensiones de darle valor a una
carta de las del fondo de la tabla.
El de enfrente esbozó una sonrisa, dijo “la mía es más grande”
y puso un 7 de bastos solo para molestar, como si ya no fuera
suficiente con la pandilla de moscas que parecía flotar sobre el
cuadrilátero de juego.
El tercero, “pie” del conjunto adversario, echó una mirada sobre
sus cartas, levantó la vista y la posó fijamente en quien se
encontraba a su derecha, que iba a tener luego la posibilidad de
definir a cartas vistas la primera mano.
“¿Aparte de esa liga...”, medio preguntó mirando a su compañero
con pretensión de saber si estaba en condiciones de dar pelea por
los puntos del envido.
“Son las suyas”, devolvió el otro bajando, la mirada al quedar
en evidencia su intención de engaño con aquel comentario que hizo
cuando bajó a la mesa la primera carta.
Callado el pie rival desembarcó al juego con un tres de oros.
“¡Calzó!”, dijo apenas vista la tercera carta sobre las tablas.
“Pero antes de jugar aviso que tengo flor”, celebró al dar
cumplimiento al trámite que exigen las reglas para asegurarse los
tres puntos que adjudica esa combinación.
Ya sabía que iba a ser muy difícil que no se llevaran por lo menos
uno más solo con asustar a los competidores forzando una huida, pero
venía tan peleado que lo ganó la idea de hacerse de algo adicional.
En el Truco no se usan comodines, pero ¡gracias Sara por tanto! |
Sin mediar otra palabra puso el 5 de espadas encima del 3 y apartó rumbo al mazo los despojos de esa primera mano, acto seguido colocó sobre la mesa el 6 y comentó lo que ya a esa altura resultaba evidente para todos: “derecha de la muestra”.
Detrás suyo podía escuchar los rumores sobre su decisión. Que jugó
mal, que se apuró, que gastó mal la pieza, fueron algunos de los
comentarios que alcanzó a distinguir en el barullo.
Lo invadió la misma sensación que aquel lluvioso verano de 1998 en
el ranchito a pocas cuadras de la playa cuando el fenómeno del niño
inundó las vacaciones y las noches de baile en Saveiro se cambiaron
por extensas tenidas de vino y caña saborizada compartidas con
Sabina, los Redonditos de Ricota, Nirvana y varios peludos
barullentos más, para molestia de los vecinos.
Aquella noche había ensayado ir fuerte en la primera mano, gastando,
regalar la segunda y poner lo que quedara en la tercera. En el peor
de los casos era 3 por 1 y si llegaban a aguantar la cosecha podía
ser jugosa.
Al del costado le volvió la sonrisa cuando pronunció “con esa
puedo” y la apretó contra la tabla con el as de oros.
El turno era del compañero que a esa altura parecía entender poco
de cómo venía el partido. A pedido del pie, siempre callado, jugó
el 3 para apurar al adversario.
“¡Truco a esa flor!” gritó quien cerraba la rueda blandiendo
una carta con la que amenazaba poner la cosas 1 a 1 y llevar la
definición a la tercera mano.
Viendo cómo el plan se cumplía a la perfección respondió
“¡quiero, retruco!”, en un gesto asimilable al que hace el
pescador cuando siente que la presa está enganchada en el anzuelo.
“No quiero más”, dijo el de la izquierda, juntando sus naipes
para ubicarlos en la cima del montón.
La bic trazó en la libreta un cuadrado completo y una diagonal.
Autor: Marco Rivero – publicado en suplemento Quinto Día de El
Telégrafo
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