jueves, 30 de noviembre de 2017

Desierto verde


Las jarras o calderas eléctricas se robaron la mística del fogón, del chisperío subiendo hacia el cielo, del olor a humo y el tizne alrededor de la boca de aquella estufa enorme que era capaz de calentar a toda la “pionada” de una sola vez.
Un “plack” seco, sin gracia, y el cese del gorgojeo avisan que el agua ya está y como alguna vez hicieron para cebar sus mates aquellos casi gauchos con el termo de exterior de aluminio que resguardaba la preciada y frágil botella de vidrio, el solitario operario volcó dentro del recipiente de acero inoxidable -con garantía hasta el fin de la eternidad- el agua caliente para disolver la dosis justa de café soluble y stevia sintética.
Los recios hombres de barba espesa que en aquellos días fríos del invierno traían la caballada desde el corral y enfundados en los gruesos ponchos de lana salían quebrando la helada a recorrer el campo dejaron espacio al joven que hunde el dedo en el botón que activa en el tractor el aire acondicionado para salir -más avanzada la mañana- a preparar las hectáreas que en breve recibirán el grano y otras sustancias.
Las aves siguen cantando como en aquellos días que saludaban el paso de los jinetes, solo que dentro de la cabina suena -a un volumen que los vuelve imperceptible- la música que propone una radio española preprogramada que llega por internet para repetir canciones de moda apenas separadas por una invitación a suscribirse con la tarjeta de crédito y no tener que escuchar la voz humana sin el soporte de la combinación electrónica de sonidos armónicos randómicamente logrados.
Dentro de la cabina no hay nada que hacer. El sistema de navegación ya tiene el camino trazado y sigue los puntos determinados en el GPS. No hay que acelerar, no hay que hacer cambios, solo estar allí dentro, como un vigilante. El joven conductor ni siquiera se pregunta cuánto tiempo más será necesario que permanezca en aquella tibia jaula de acrílico que lo aísla del entorno y le permite concentrarse en la conversación que mantiene vía guasap con su novia en la ciudad. El sistema todo lo hace solo.
Con la invalorable ayuda de los perros los paisanos ya juntaron la tropa. En el fuego que encendieron hace rato se descuelgan las brasas dispuestas que los calientan a ellos, al agua para renovar el mate y a los pulpones asados que se trajeron para comer con el pan casero de doña Martha. En el cristálico recipiente un bip-bip avisa que el micro horno portátil ya terminó de calentar su refuerzo de salame y queso. El operario abre la heladera y saca una botella de medio litro de jugos químicos gasificados, supuestamente con sabor a limón. Almuerza sin necesidad de detener su tarea ni su música.
Cuando falta media hora para completarse su horario de trabajo el sistema operativo de la máquina le pregunta si es necesario realizar alguna hora extra o puede comenzar a desandar el camino hacia los galpones. Presiona la pantalla táctil sobre el espacio dispuesto para activar la segunda opción y enseguida activa el opacador de cabina para reducir la molestia del sol del atardecer golpeándole la cara.


 Los hombres se hacen pantalla con la mano que les queda libre y de las que le cuelga el rebenque. Los perros cansados acompañan la mansa marcha de los caballos y de vez en cuando salen a corretear alguna liebre que disfruta de las últimas luces del día, que vuelve a ponerse frío.
Llegan al galpón a la misma hora.
- ¿Qué pasó acá? Se incendió todo.-
El miedo invade al joven pulsador de botones que se encontró en el galpón un escenario posapocalíptico. Ya no son la paredes de blanco impoluto, no están las modernas computadoras ni los equipos de mantenimiento de las máquinas de sembrar y cosechar, ni los tarros de los compuestos que matan todo lo que no tiene que vivir. Está la estufa, el fogón, la caldera de lata, las ollas y los cucharones; en la pared cuelga una bolsa con galleta de campaña y más allá se amontonan los jergones y los frenos y las sillas de montar. Hay unas botellas de caña, un mazo de cartas y una bolsita con maíz para apuntar, y algunos catres y hay olor a gente, a personas extrañas y los perros, mugrientos, pulguientos, y caballos y unos hombres barbudos que lo sujetan mientras se desvanece.

Original publicado en Quinto Día de diario El Telégrafo - autor: Marco Rivero - foto: Andrés Franco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre Brasil y Uruguay para evitar migración “vermelha” desde Cuba y Venezuela

BOLSONARO FIRMARÍA DECRETO POCO DESPUÉS DE ASUMIR Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre  Brasil  y  Uruguay pa...