jueves, 27 de diciembre de 2018

Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre Brasil y Uruguay para evitar migración “vermelha” desde Cuba y Venezuela


BOLSONARO FIRMARÍA DECRETO POCO DESPUÉS DE ASUMIR
Muros en avenidas internacionales blindarán
la frontera entre Brasil Uruguay para evitar
migración “vermelha” desde Cuba y Venezuela



Río de Janeiro, 28 de dezembro (QITV) – El presidente electo de Brasil, el ultraderechista Jair Bolsonaro, se dispone a firmar una serie de disposiciones que “sellarían” la frontera del gigante sudamericano con Uruguay.
Bolsonaro, de orígenes militares (capitán retirado), ha reiterado su preocupación por la migración procedente de otros países de la región, particularmente Cuba y Venezuela, hacia cuyos regímenes gubernamentales también ha manifestado su aversión.
El decreto sería de los primeros en firmar después su asunción, prevista para este primero de enero, y en su punto máximo el blindaje comprendería la construcción de una serie de muros fronterizos, aunque requerirá de fondos presupuestales que no estarán previstos sino hasta que se apruebe el presupuesto general federal, es decir que no se podrán construir antes de 2020.


El canciller uruguayo Rodolfo Nin Novoa, consultado sobre estas versiones trascendidas en las últimas horas, se limitó a expresar que no se pedirán explicaciones sino hasta que haya algo formal, ya que por ahora se trata de “manijazos” (versiones sin fundamento). Novoa, que fue duramente cuestionado por sectores políticos de la oposición de su país por consideraciones poco amistosas hacia el entonces candidato presidencial Bolsonaro, insinuó que detrás de estas versiones podría haber intereses uruguayos, al decir que “no va a faltar quien se presente como la solución mágica para evitar el conflicto con Brasil”, en aparente alusión al líder opositor del Partido de la Gente Edgardo Novick, quien celebró con los partidarios del futuro mandatario brasileño en la ciudad fronteriza de Santa Ana do Livramento, separada de la uruguaya Rivera por una avenida binacional.


Justamente Rivera sería una de las ciudades donde se podría construir un tramo de muro, al igual que en Chuy, lindera a la brasileña Chui, en el estado de Río Grande del Sur, la ciudad más austral del Brasil. También existe una frontera entre ciudades gemelas en Aceguá, pero las fuentes indicaron que el próximo gobierno brasileño “no tiene el más mínimo interés en esa ciudad, por lo que se la pueden quedar toda para ellos, o hacer un principado fronterizo, como en Andorra”.
El Ejército brasileño, en tanto, se encargará de detener el tránsito sobre los puentes internacionales que unen Bella Unión y Barra do Quaraí, Artigas y Quaraí, Río Branco y Jaguarao, y Barra del Chuy con Barra do Chui, así como de la vigilancia en las fronteras rurales.
Respecto a de qué manera podría incidir esta medida en el turismo uruguayo hacia la costa brasileña, y viceversa, las fuentes aseguraron que “el que quiera y le de la nafta, puede ir volando, y al que no, que la inocencia le valga”.

jueves, 30 de agosto de 2018

La Calesita


La flor roja en el sombrero blanco que coronaba su oscura y brillante cabellera la distinguía de todas las demás en aquel café. Era la clave acordada. Siempre llego antes que ellas a mis citas a ciegas, supongo que es porque eso me da ventaja estratégica, cuando la vi entrar al salón detecté su nerviosismo, quizás fuera su primer encuentro de este tipo, y bueno, yo no soy un gran experto, pero tengo algunas historias para contar.

Sus ojos de azabache escaneaban las mesas en derredor, cuando llegó a mi sector levanté mi clavel en la mano. Su rostro se iluminó, lo que veía colmaba sus expectativas. Lástima no poder decir lo mismo...

— ¿Jorge?

— Si, Silvana, soy yo. Tomá asiento y pidamos algún aperitivo, si te parece...—

No terminaba de sentarse cuando mis ojos se abrieron en toda su plenitud.

— Silvana, por favor no te muevas y tratá de no mostrarte sorprendida.—

— ¿Eh? ¿Qué te pasa? — me preguntaba mostrándose sorprendida mientras veía como yo me sumergía debajo de la mesa.

— Disimulá, disimulá—

— ¿Pero estás bien? Decime algo.

— Ahora parate y empezá a caminar hacia la otra salida, yo te voy a seguir. Alcanzame el saco.

Salimos lo más discretamente posible y apenas ganamos la vereda la invité a correr hacia el callejón. Una vez allí traté de explicarle.—

— Es que justamente entraron al lugar los chicos malos de O'Brien.—

— ¿Y?—

— Nada, es una vieja deuda que parece que tengo con ellos y no paran de perseguirme. Olvidé que este bar está en su territorio, pero pidamos un taxi y vayamos a otro lugar para poder conversar más tranquilos.—

Así lo hicimos, 20 minutos más tarde ella me tranquilizaba diciéndome que no me preocupara, que fuese lo que fuese se podría resolver. Ese gesto me conmovió, no lo esperaba, de hecho pensaba que huiría de mi lado a la primera oportunidad.



— Mi padre tiene contactos en el Ministerio de Seguridad, si ellos andan en algo ilícito podríamos encontrar una solución —, me decía mientras nos sentábamos en la mesa de un restaurante bastante menos elegante que el primero.

Deberían haber visto su cara cuando me vio de nuevo escondiéndome nuevamente bajo la mesa. Esta vez asumió que no debía escandalizarse y me interrogó en voz baja.

— ¿Qué pasa Jorge? ¿Otra vez los muchachos de O'Brien? ¿Nos siguieron? ¿Nos habrá vendido el taxista?—

— No, no, no, esta vez son los de la banda de O'Ryley. Tuvimos algunas disputas en el pasado.—

— ¿Nos vamos sigilosamente?—

— Si, por favor.—

La siguiente parada fue en una pizzería de la zona de la costa, a pesar del frío nos sentamos en una de las mesas de afuera, para facilitar la evasión. Sorpresivamente ella se mostró aún más comprensiva.

— Entiendo que puede estar atravesando algunos problemas financieros, mi familia dispone de algún capital, además conocemos buenos abogados que podrían ser de ayuda...—

Ella se cortó abruptamente cuando una vez más me vio eclipsándome detrás de la mesa.

— Bueno, a ver, contame de quién te escondés ahora...—

— Son los pandilleros de O'Donnell, con quienes...—

— Vo, paraaaa, siempre te endeudas con irlandeses, que monotemático. Lo que podemos hacer es escaparnos hacia Melrose town una temporada y dejar que se encarguen los profesionales.—

— No, no, en Melrose está la pandilla de Chico Pérez, que también me sigue por una diferencia de números.—

— Entonces...— — No sé que voy a hacer... si querés podés irte, vos no tenés nada que ver con mis problemas...—

Ella miró al cielo un instante, sonrió, volvió a mirarme...

— Jorge, ¿vos no estarás haciendo esto porque no te gusté y no te animás a decírmelo, no?—

— Si.—

jueves, 23 de agosto de 2018

Tensión en el corral de las corderas corriedale


El facón de Enrique quería sangre y no paraba de buscarla abriendo el aire de un lado al otro. La sangre de Osvaldo no hacía más que apartarse del filo deambulante, su envase casi no atacaba, esperando que quizás alguien detuviera esa pelea o hubiese algún tipo de límite temporal. Esa pelea solo tenía un final posible.
El último de los 25 centímetros de la hoja acerada desgarró la tela de algodón una vez más, en la piel solo un rayón que no llegó a abrirse, pero cada vez le costaba más apartarse del camino, esquivar los enviones de contrincante. Sentía las piernas agarrotadas por aquel ballet de la supervivencia, la mandíbula la tenía desencajada de la tensión que masticaba y el filo de nuevo venía por él.
Osvaldo no provenía del campo, durante su infancia apenas había montado una o dos veces a caballo, tres si contaba el paseo en los pony del parque del río Olimar, estudió electrónica en su adolescencia, pero la frustración del desempleo y la idea de un cambio radical lo llevaron a instalarse una temporada en Mendizábal, en la casa de su padrino, encargado del establecimiento de unos brasileros adinerados que después de comprar jamás volvieron a ir. Allí, en la tierra de Dionisio, aprendió lo más elemental de las tareas rurales y se entusiasmó de atardeceres, del canto de los pájaros y la vida al aire libre. A pesar de las extensas jornadas el olor de los arazás maduros es infinitamente mejor que el del estaño perdiendo la forma con el soldador.
Pero esa día solo quería volver a la soledad y a la dudosa rentabilidad de su taller de la calle Figueroa, donde todo contacto con las demás personas estaba limitado por el ancho mostrador que coronaba la vitrina donde guardaba dos o tres tubos de 14 pulgadas que ya habían abandonado toda esperanza.
— ¡Que te levantes, cagón!
La voz grave de Enrique lo trajo de nuevo a la realidad, que lo encontró desparramado en el pasto raído del corral de las corderas corriedale, rodeado de los desperdicios aceituniformes de las cuadrúpedas. 


La distracción le había costado un tajo, el acero inglés de Enrique había abierto un surco y la sangre brotaba.
— Vendate con la manga de la camisa y parate de nuevo, mimoso.
Arrancó la manga desde el hombro y envolvió la herida cuán lento como pudo. Comprendió que no había forma de salir de este enfrentamiento vivo o con algo de dignidad. Si después de aquel tajo lo suficientemente aleccionador aquel gaucho quería seguir cortándolo era porque no iba a parar.
Perdido por perdido, pensó, tomó la cuchilla de acero inoxidable que le había pedido prestada al cocinero, y se puso de pie. En sus ojos seguramente Enrique vio el brillo de los ojos de la fiera cuando está acorralada, la mirada del que sabe que no hay nada más adelante y se dio cuenta que quizás ahora sí tendría rival.
Con un movimiento en el aire la Tramontina pasó de la zurda a la diestra y tomada al modo de un puñal.
No hay más allá, en dos o tres movimientos esa historia tendría que terminar.
Se miraron y giraron en silencio. El resto de la peonada observaba inmóvil desde el alambrado el desenlace. Hubieran apostado, pero todos iban a ir por Enrique, así que no tenía gracia.
En las filosas hojas se reflejaban los tonos cobrizos de las últimas luces de la tarde que moría y que quería llevar consigo el último aliento de uno de aquellos hombres. El que avanzó fue Enrique. El brazo derecho desplegado en toda su extensión quiso meterle la hoja completa por la panza. Osvaldo adivinó la intención y lo esquivó in extremis cual torero, giró sobre sí mismo y hundió su filo en la paleta del adversario, que se desplomó pesadamente en el centro del cuadrado.
— ¡Lo maté! dijo, mirando hacia los del alambrado, que casi le sonrieron mientras sacudían la cabeza en negación.
Detrás suyo la mole se levantaba y venía por más.
— Date vuelta, charabón.
Cuando Osvaldo giró no fue un filo lo que lo alcanzó sino el impactó sólido del puño en el mentón, liberando toda la tensión acumulada, el sacudón del respeto bien ganado en el campo de batalla.
— Esta vez vivís, andá nomás; pero que no vuelva a pasar que nos agarrás la tele cuando está jugando el Barcelona.

Por Marco Rivero - publicado en Quinto Día, de El Telégrafo

jueves, 9 de agosto de 2018

El último cambalache

Para irrespetuosas la vidriera del Tremendo Socotroco, comercio de Ubaldo Barriola. En el lugar coexistían piezas de fina cerámica inglesa, cuchillería criolla y alemana, talismanes de plata incaicos, juguetería china de la más baja calidad, instrumental de rehabilitación médica, todo tipo de herramientas de las más afamadas marcas brasileñas y estadounidenses, soportes y protección para todo tipo de aparatos electrónicos, el más exquisito mobiliario en maderas nobles de la Europa central, todos los talles de pañales, lubricantes para motor, equipamiento deportivo para todas las disciplinas olímpicas y un sinfín de otros imposible de detallar, como dicen los avisos de los remates.
Ubaldo hacía alarde del stock de mercadería de su negocio y hasta tenía una promoción, si alguien no encontraba en su comercio algún artículo que hubiese visto en cualquier otro de la ciudad le pagaba la compra al cliente.
La gente iba allí segura de que conseguía lo que necesitaba, tanto que tenía todos los modelos posibles de los termos de acero inoxidable y llave de reemplazo para cualquier tipo de candado. Lo único que había que tener era la paciencia suficiente para probar todas las que existían.
A quien no le iba tan bien era a Estanislao “Mejicano” Nedved, propietario del bazar que por nombre repetía el apodo de su dueño y que era competencia directa, al menos en algunos de los rubros, del comercio de Barriola. Y una de las razones era justamente que la gente cuando iba al Socotroco no necesitaba ir a ningún otro lado, en cambio si compraba algo en El Mejicano, después tenía que ir por el taller de Mancusso y por la tienda “Primeras Nupcias”, atendida por Julio y Emilia y que vendía todo tipo de ropa para hacer deporte. Es válido aclarar, para no caer en malas interpretaciones que la tienda sufrió un cambio de rubro cuando pasó de manos de su fundador Eusebio Melindrone a sus dos hijos.
El caso es que Estanislao estaba dispuesto a demostrar que no era posible que en el Socotroco se encontrara cualquier cosa existente en el universo, por eso se contactó con Mancusso y los Melindrone para buscar la forma de derribar ese mito.
Decidieron que cada uno invertiría en la adquisición del artículo más caro y exclusivo que se pudiera encontrar dentro de su respectivo giro y luego irían a pretender comprarlo al cambalache de Barriola.


Así los Melindrone trajeron un sofisticado traje de micro neopreno con nanoincrustaciones de selenio cristalizado diseñado para emplearse en el buceo deportivo. Mancusso adquiriría un radar de superficie con referenciador de GPS y controlador automático de estacionamiento laser, que permitía detectar en cinco manzanas a la redonda el mejor lugar para estacionar y proyectar un holograma de un vehículo ocupando el espacio hasta que se llegara al sitio para que el auto se ubique solo. El Mejicano se trajo un robot que por sí solo se encargaba de todas las tareas domésticas, desde hacer las compras, cocinar, fregar los trastos y bañar a las mascotas.
El plan era que cada uno de ellos fuera al Socotroco a buscar lo que había en el comercio de otro de los complotados.
Julio Melindrone fue a buscar el radar, Mancusso el robot multiuso y al Mejicano Nedved, aún viviendo a más de 2000 kilómetros de la costa más próxima, se le antojó el traje de bucear. Cayeron prácticamente juntos, porque todos querían ver la cara que ponía Barriola cuando le hacían los respectivos pedidos.
Mancuso le describió con lujo de detalles el androide y ante la duda planteada por el consumidor sobre si realmente era posible que existiese tal cosa el tallerista le indicó que venía de ver uno en el comercio de Nedved.
Barriola en el aire se dio cuenta de la jugada y reaccionó.
-Ah, si, muchacho, ya me doy cuenta el modelo que decís. Tengo uno en el depósito, ya te lo envuelven.
Y así fue atendiendo a los demás y prometiendo que en pocos minutos les alcanzaría la mercadería.
Al cabo de una media hora aparecieron los empleados con los artículos. Cada uno de ellos adquirido a crédito por los colegas, aún sin entender mucho qué estaba pasando.
Una vez afuera del comercio se reunieron a tratar de desentrañar cómo había sido posible que el Socotroco tuviera todo aquello.
Melindrone no pudo ocultar la molestia por el fracaso de la operación.
- Toda esta inversión para nada, lo único que espero es que me devuelvan los 60.000 dólares que me costó este traje.
- Paraaaaa, paraaa, cómo que 60, si el viejo a mí me lo cobró a 100.
- Epa, y vos cuanto pagaste el robot.
- También 100.
Así comprobaron que Barriola no solamente había salido bien parado en la prueba a su estrategia de marketing, también se había hecho de un buen dinero en el proceso.

Autor: Marco Rivero - publicado en Quinto Día, de El Telégrafo.

jueves, 2 de agosto de 2018

Los límites de la paranoia

“El director del FBI tapa la cámara de su computadora con una cinta adhesiva”. El título de la noticia en la página de la BBC lo sorprendió. No era la primera vez que oía hablar de la vulnerabilidad informática y el espionaje, pero que el mismísimo director del FBI tuviera que tapar la camarita le pareció un exceso a todas luces. Así que decidió llamar a Mónica, su prima, una experta en seguridad informática a ver si se podía tranquilizar un poco.
— Escuchame nena, estamos regalados, se nos terminó la privacidad. Yo ya tapé la camarita con cinta también, no vaya a ser que me anden mirando la cara que pongo cuando entro a mirar todos en Instagram.—
— No, Gonza, tranquilizate, mirá que no es tan así como dicen, en realidad no creo que a vos te vayan a andar espiando, como si tuvieras algo interesante que sacarte.—
— Mirá, no sé, yo por las dudas no pongo la tarjeta de crédito ni de débito en ningún lado y estoy pensando en solamente usar el teléfono fijo para hablar.—
— No, pero mirá que no pasa nada.—
— No pasa nada no, pasa sí, si el otro día me dijeron que el Facebook y el Instagram escuchan lo que vos conversas cerca del teléfono con otra gente, para conocer las cosas que te gustan y poder venderte más. ¡Es una persecución!—
Contemplando el grado de paranoia que su amigo parecía estar alcanzando a Mónica le propuso llevar las cosas al un nivel superior.
— Gonza, ¿te acordás de Julio? Mañana vamos a ir a verlo. Te paso a buscar a las 5 y media, pedite el día libre que nos vamos al campo.—
— ¿De la mañana?—
— Si, claro, por supuesto. Traé mate y compramos bizcochos a la salida, pero eso sí, no traigas el celular, ni la computadora ni ningún artefacto electrónico.—
Gonzalo conocía muy bien el auto de Mónica, un modelo 2014 con todo lo que tiene que tener en comodidades y seguridad para irse de paseo al campo, por eso no comprendía por qué estaban haciendo el viaje en la modesta Brasilia del 78 de su madre.
— Ahora cuando tomemos el camino vecinal y salgamos del alcance de la tecnología te lo explico— le dijo, develando la incógnita, por lo que no fue necesario volver sobre el tema.
Gonzalo no tenía idea de donde se encontraban. Una vieja escuela del plan gallinal reconvertida en el Hostel Los Brujos fue el destino del viaje. Desde la penumbra, por encima del reverso de un libro abierto asomaron los enormes lentes de Julio.
— Mónica, ¿revisaste que tu acompañante esté limpio?—
— Si, Julio, sabés bien de bien que siempre me cercioro de todos los detalles. Él es Gonzalo y está preocupado porque piensa que su celular lo está espiando.—
— Ah, así que piensa que su celujajajajajaJAJAJAJAJA!!! Ahhhh. Si, es cierto.—
— ¡Lo sabía, estaba seguro!—
— Bueno, no se emocione tanto, que lo que yo estoy tratando de hacer es probarlo.—
— ¿Cómo?—
— Ahora vamos a ir hasta un cobertizo, jajaja, mentira, es un galponcito, pero me encanta como suena “cobertizo”… Es como de los western. En fin. Vamos a ir y ustedes me tienen que seguir el diálogo. Seremos un grupo de guerrilleros que planeamos un ataque a un objetivo militar extranjero en la capital, y estamos negociando con fuerzas radicales la compra de armamento. En el cobertizo (le hace una guiñada a Gonzalo) habrá tres celulares, uno encendido, otro apagado y el tercero además sin su batería. Nuestro contacto se llama Antonio Alejo Zubizareta, no pero es más que un personaje ficticio.—


Durante las siguientes tres horas estuvieron en el húmedo y oscuro galpón planificando la forma de hacer volar por los aires una embajada en Montevideo, especulando sobre los costos del operativo y reclamando el asesoramiento de Antonio Alejo Zubizareta. La noche encontró a Gonza y Mónica en aquellos apartados parajes, a la tenue luz de la luna y no se precisó nada más, la tensión entre ambos llegó al punto que tantas veces habían postergado.
— Me siento culpable, Gonza, pero es que no sabía como hacer para traerte, y la excusa de la paranoia tuya me vino bien. Te tenía muchas ganas, hace tiempo.—
— Y yo te lo agradezco, nunca me hubiese animado a dar el primer paso, te confieso.—
Pasaron la noche en una de las habitaciones del Hostel, abrazados, alumbrados por la luz de la estufa, que se fue consumiendo de a poco, a diferencia del calor.
Aplazaron el momento de despertarse todo lo que pudieron, en realidad iban a seguir, pero los sobresaltó el llamado de Julio.
— ¡Vengan ya, pero ya mismo! En el mostrador lo tengo a Zubizarreta. Nuestro contacto ficticio.
Un señor semicalvo, canoso, de unos 60 y algo, con rostro de preocupación nos esperaba.—
— Ahora sí, Antonio, termine de contar…—
— Buenos días. Soy Antonio Alejo Zubizarreta, y como le decía a Julio, en los últimos meses Facebook y Booking no han parado de recomendarme venir a este sitio, e incluso lo han hecho con generosos beneficios, así que salí en la antevíspera desde Madrid, ayer llegué a Montevideo y heme aquí…—
Los tres se miraron con asombro, por fin estaba sobre la mesa la prueba que necesitaban sobre el espionaje, pero nada pudieron hacer, porque esas fueron sus últimas miradas antes de la explosión del misil.

lunes, 23 de julio de 2018

Focus group (inteligencia colectiva)


Los once que ocupábamos asientos alrededor de la larga mesa teníamos aproximadamente de la misma edad, pero evidentemente de distintas procedencias sociales y económicas. No se nos permitió identificarnos con nuestro verdadero nombre, en su lugar se nos adjudicó un alias temporal que lucíamos en un sticker rosado que colocamos -supongo que por algún impulso instintivo- del lado del corazón.

Llevábamos ya más de 10 minutos mirándonos las caras, uno de los tipos, uno con cara de Roberto, ubicado a tres o cuatro lugares de mi asiento, estudiaba minuciosamente cada una de las caras, como pretendiendo encontrar a un espía, o quizás solamente adivinar el nombre verdadero de los demás, como hacía yo. Nos quedamos mirando mutuamente escudriñando en las comisuras de los labios, en los rabillos de los ojos, en el arco de las cejas, en los pliegues de la cara. Roberto, definitivamente se tienen que llamar Roberto. U Octavio, que es como un Roberto pero con pretendida altivez histórica. Pasados los 10 siguientes minutos ingresó alguien a la sala, que interrumpió aquel extraño ritual que practicábamos con Roberto, que ya había sido advertido con cierta preocupación por el resto de los presentes. La señora de largos cabellos castaños, lacios, con reflejos violetas pretendía que yo prestara atención más a sus palabras que a sus enormes ojos negros y a sus carminados labios. Solo lo logró cuando de dentro de su cartera extrajo una mandarina, bah, una tanjerina, como le decíamos en el parque Colón, cuando las devorábamos por kilos con mi abuelo mientras veíamos algún partido del querido Club Nacional.

Esta era una tanjerina rara. La señor explicaba que se trataba de una nueva variedad en la cual la empresa -que no quiso nombrar- había puesto muchas expectativas en que se convirtiera en el producto estrella de su líneas de cítricos. Por eso había contratado a la agencia de publicidad y diseño para que los ayudara a crear una campaña de marketing para posicionar su producto.



Nos dio una tanjerina a cada uno y durante la siguiente hora estuvimos filosofando sobre esa fruta: vimos un video con sus propiedades nutricionales, de la excelente relación costo/beneficios en aportes energéticos, en unidades de sabor (desconocía que se pudiera medir el sabor) y en practividad. Nos mostraron la zona donde se producía, bastante más cerca de Montevideo que la zona cítrica tradicional del litoral, por lo que también se vería beneficiado el consumidor con una fruta más fresca y un menor precio, por la incidencia relativa del flete en el valor final.

Cuando parecía que la mujer ya había redondeado el concepto lo suficiente y que ya nos podríamos retirar después de una clase de botánica y de nutrición, aquellos labios rojos dejaron escapar el propósito de nuestra presencia allí. Ingresaron a la sala dos muchachas uniformadas como promotoras de la empresa y nos distribuyeron uno por uno lo que la de los ojos negros presentó como “la evolución de la tanjerina”: en una triste bandeja de polipropileno envueltas con papel film se encontraba apretadas dos mandarinas peladas y despellejadas.

Lo miré a Roberto y tenía la misma cara mezcla de sorpresa con indignación que tenía yo mismo. Y los demás andaban en el mismo trillo.

Ahí la mujer comenzó a enumerar las ventajas comparativas entre una tanjerina y la otra, sobre todo pensando en el consumidor final como un oficinista o administrativo del centro de una ciudad, que se vería afectado por el olor que produce pelar una tanjerina en horario de trabajo.

Siguió destacando las “ventajas” de esa forma de empaque y una tras otras se las íbamos rebatiendo en una defensa colectiva de las tanjerinas en su formato tradicional. De nada le valió echar mano a que en Estados Unidos las prefieren así, sin cáscaras y sin semillas, que era la otra gran virtud del producto. Aquella sala se estaba volviendo el útero de la revolución contra el maltrato hacia los cítricos, les protestábamos, los condenábamos por su intención antinatural, hasta que de pronto sonó un timbrazo y lo siguió un profundo silencio, que vino a romper la mujer del cabello castaño y reflejos violeta.
- Señores, está cumplido su papel aquí, no resta más que agradecerles su presencia e invitarlos a que en la sala contigua reciban su voucher por las dos noches de hotel en Colonia del Sacramento. Muchas gracias.

Cuando nos dirigíamos a la puerta pude sacar mi duda.

— Es usted Roberto, ¿no es así?

— Efectivamente, Carlos, ¿cómo lo supo?

viernes, 8 de junio de 2018

En medio del silencio


Saltaron el alambrado y corrieron hacia el monte. Conocían la zona porque varias veces habían estado en la costa de la laguna e incluso un poco más allá, en las barrancas del río, pescando. Casi no necesitaban de la blanca luz de la luna que les tendía una alfombra por la cual seguir corriendo.
Sabían que más adelante estaba la casa del ladrillero que tiene perros grandes, pero que además tiene empleados que se quedan en el galpón y que suelen salir a mojar anzuelos en las cálidas noches de diciembre.
Los primeros ladridos los hicieron replantearse el rumbo y era casi obligatorio quedarse allí, al borde del monte, lejos del agua, a esperar que aclare y después se vera. Las tres siluetas, menudas, ligeras, se acuestan bajo un pitanguero.
Allí tendido, arrancaban algunas frutas para saciar el hambre. Es que todo salió mal. No les dio tiempo de comer, porque ni siquiera lo pensaron mucho y porque no tenían plata.
Recostado sobre el buzo todavía recordaba la cara de aquel hombre reaccionando con sorpresa cuando lo encañonaron.
Lo conocían. El “Milico” como le decían en el barrio era un retirado que hacía changas para complementar la magra jubilación, casi siempre trabajaba informalmente de albañil, pero últimamente -obligado- había empezado en el taxi, cubriendo los libres de los choferes titulares y sobre todo en las noches, porque no tenía más que la libreta común. Era un trabajo que no daba mucha plata, pero que lo entretenía y además en aquel pueblo era tranquilo, porque era muy raro escuchar que a algún taxista le robaran algo y sobre todo porque casi todo quedaba cerca y muy poca gente usaba el taxi.
Pasaron frente a la parada, lo vieron hablando por teléfono y siguieron. Ahí fue que se les ocurrió que podían conseguirse con facilidad algunos pesos para comprar algo de vino. Como andaba con ellos el Carlos, que ya tenía 19 no les iban a hacer drama para venderles, pero había que conseguir con qué.
La segunda vez que pasaron el conductor los vio y los saludó, respondieron, pero igual siguieron caminando por la principal. En la tercera pasada se arrimaron a la ventanilla.
-Milico, ¿no nos llevas hasta las casas?-
La puerta de atrás del pequeño auto se abrió. Dos fueron atrás y el Carlos, el más grande, se ubicó en el asiento del acompañante. Las órdenes vinieron desde el asiento a su espalda.
-Primero lo dejamos al Gato en el barrio de la laguna, pasando la cancha de Huracán. El Carlos y yo vamos para la Ancá.-
El viaje fue lento, no había apuro. Nadie hablaba nada. Hicieron el paso a nivel, pasaron frente a la cancha y siguieron por el camino de las tropas.
-Ustedes me avisan, gurises- requirió el conductor como avisando que estaban en el lugar que se le había indicado.
-¡Pará el auto y bajate! Le gritó el Chiquito, el que se había sentado atrás y que le daba órdenes, haciéndole sentir con un golpecito en la cabeza que corría peligro si no hacía caso.
Los otros dos lo miraron con cara de sorpresa, pero quedaron mudos.
-Qué estás haciendo, estás loco, no te regalés-
-¡Que te bajes del auto o te mato!-
El chofer intentó acercar su mano a la cartera donde tenía la recaudación. Eran 240 pesos. El movimiento, que interpretó como un intento de buscar un arma, asustó al Chiquito que apretó el gatillo.
El tiro resonó en la tranquila noche de la laguna, algunas aves volaron, algún perro ladró a la distancia, pero nada más. No era raro que hubiera gente cazando en las noches por allí.
Se despertaron ya con el sol golpeándoles las caras y la camioneta blanca a la distancia les decía que la locura había terminado. Sin embargo era recién el comienzo.

sábado, 26 de mayo de 2018

La historia en una guitarra


“ADQUIERE COLECCIONISTA RIOJANO HISTÓRICA GUITARRA DE OLAZÁBAL”
El título en la página del matutino de la capital La Rioja llamó la atención de Adhemar Bengoechea, rematador y coleccionista de la pequeña ciudad entrerriana de Federal.
- Estela, mirá la foto, estoy seguro, más que seguro que hace pocos días vendí una guitarra igualita a esta, sin la cinta roja ni la firma de Octavio Olazábal, pero idéntica.-
- Ajá-
- En serio, te lo juro, yo no te puedo creer que haya vendido la guitarra de Olazábal, que la tuve como un mes y medio en el remate y no me di cuenta. Pensé que era una guitarra cualquiera, si me la trajo el “Ruso” Perdomo, estaba toda desvencijada y se fue en 150 pesos.
- Ajá-
- Pero no te das cuenta, acá dice que la acaba de comprar un tipo en La Rioja a 50.000 dólares.
Bengoechea se fue a la biblioteca a buscar en los diarios de los años 50 y 60 fotos de las veces cuando el aún joven Olazábal llegó a la ciudad para la primeras ediciones del viejo Festival del Chamamé.
Por supuesto que los documentos estaban muy borrosos y no permitían apreciar con mucho detalle la guitarra, lo único que se distinguía era la cinta de tono oscuro, probablemente punzó.
Bengoechea rastreó y encontró al coleccionista riojano. Cuando se comunicó al teléfono se sorprendió.


-Si, soy yo. No me diga nada, a usted también lo embaucaron…-
- No, no, ¿por qué lo dice?
- Es que desde que salió ese artículo en el diario ya van 8 personas que se comunican conmigo. A cada una de ellas les vendieron la misma histórica guitarra de Olazábal.
- No puede ser, pero usted la tiene, yo ví la foto.
- Todos tenemos una guitarra. Yo hice certificar la firma de Olazábal por un perito antes de hacer el giro. La rúbrica es auténtica. Las 9 lo son.
- ¿Quién se la vendió? ¿Cómo era?
- A decir verdad no tengo idea, hicimos el negocio por whatsapp, desde un número de teléfono que no da tono de llamada. La guitarra me llegó por correo postal y en la agencia de Buenos Aires donde se mandó no recuerdan la cara de quien hizo el envío, con un nombre falso, según la Policía.
En los días siguientes continuaron apareciendo nuevas guitarras históricas de Olazábal: en Salta, en el Chaco, en Jujuy, en San Luis, en Mendoza, en Santa Cruz, en Paraná, en Rosario. Ya había una en cada provincia, excepto Misiones y Tierra del Fuego.
A Bengoechea se le ocurrió que quizás si el colega riojano fuera a una de las provincias que faltaban y él a la otra, pudieran poner al descubierto a quien está detrás de la maniobra, pero el otro decidió que ya no perdería más dinero en el asunto, así que siguió solo. Durante los dos meses siguientes no aparecieron nuevas guitarras. A pesar que en un principio el asunto no le había despertado el más mínimo interés, fue la propia esposa de Begoechea quien le sugirió una forma de llegar hasta el timador.
- ¿Y por qué no hablás con el mismo Olazábal?
- ¿Cómo? ¿Ese hombre está vivo?
- Claro que si, tiene como 90 años, vive en Mburucuyá, Corrientes, son como 450 kilómetros de acá.
- ¿Y vos cómo sabés todo eso?
- Porque hace poco tiempo lo entrevistaron en Argentinísima satelital.
- Por lo menos es más cerca que Tierra del Fuego- suspiró
La vivienda de Olazábal era poco más que una choza. El anciano folclorista, que recibió al visitante ofreciéndole un mate, luego de escuchar con atención el relato de Bengoechea el músico recordó la visita de aquel hombre con acento uruguayo, que se mostró tan interesado y que al despedirse le pidió que le autografiara algunas guitarras para regalar entre sus familiares.
Conversaron durante largas horas sobre la cultura latinoamericana, la pérdida de valores en la sociedad, la necesidad de volver a la raíces, de qué hubiera sido de aquella tierra si hubiese triunfado el modelo artiguista y lo nefasto del centralismo porteño.
Antes de retirarse Bengoechea recibió de manos de un conmovido Olazábal la auténtica antigua guitarra histórica que paseó por el continente de festival en festival, con su rúbrica y el característico lazo color rojo punzó.

jueves, 17 de mayo de 2018

La comunidad del churro


El tedio se transmitía a las moléculas de la fritura. La masa crepitaba con desdén en el infierno de aceite en el que se zambullía al impulso de la manivela que Horacio giraba con el ademán mecánico de siempre, pero más lento. Había sido una tarde demasiado tranquila a pesar que el clima otoñal convidaba a dar una vuelta por la plaza y comprarse unos churros y acompañar el mate. Apenas había alcanzado a vender un par de docenas, que no cubrían la cuota diaria, y se disponía a empezar a apagar, cuando llegó una clienta.
La mujer pidió dos churros rellenos con dulce de leche, entregó un billete grande para realizar el pago y se fue sin esperar su vuelto. Horacio dio un pique y la alcanzó, pensando que tal vez había sido un momento de distracción.
— No, no, está bien así —
— Pero mire que me dio mil pesos —
— Fíjese bien y va a ver que así está muy bien —
El churrero volvió la vista hacia el papel moneda y en el reverso encontró una inscripción: “véame a las 19:00 en el baldío de avda. Brasil y Monterroso”. Cuando intentó preguntarle de qué se trataba ya no la encontró, se la había tragado la tierra.
Hasta el último momento pensó en no ir, pero la curiosidad que le generó aquella situación terminó pesando más. 


 Una silueta que se acercaba por la vereda lo invitó con un gesto a entrar en el terreno, en cuyo suelo se desparramaban escombros, bolsas de basura, envoltorios multicolores de las más variadas golosinas y una increíble diversidad de yuyos y malezas. Siguieron hasta una puerta al fondo. La mujer goleó siete veces en una secuencia muy recordable, una mirilla se abrió y luego la puerta. En el interior se le descubrió un salón casi de lujo, con numerosas sillas ordenadas alrededor de una alfombra escarlata con un círculo en su centro.
Cruzaron la sala y llegaron hasta una oficina en la que una persona esperaba sentada en una silla giratoria.
— Horacio, bienvenido —
— Gracias, ¿pero qué es este lugar? —
— Es la casa de tus colegas —
— ¿Ustedes venden churros? —
— Efectivamente. Somos una organización que nuclea vendedores de churros. —
— ¿Como un sindicato? —
— ¿A usted le parece esta una sede sindical? En realidad hacemos un poco más que eso. —
— Como una secta o algo así… —
— Algunos nos dicen así, otros nos dicen logia, sociedad secreta, nosotros preferimos decir que somos gente que se conoce y se ayuda entre sí. —
— ¿Como un club de churreros…? —
— Si le resulta cómodo puede decirlo de esa forma. —
— ¿Ayudarse cómo? —
— Bueno, considere Horacio que mucha gente importante comenzó vendiendo churros para pagarse sus estudios. Eso a la larga nos ha permitido acceder a ciertos privilegios a la hora de resolver todo tipo de problemas. Por ejemplo en el estado tenemos gente en prácticamente todos los ministerios y las empresas públicas. Cuando uno de nuestros “socios” (hizo el gesto de las comillas con los dedos) necesita una solución podemos recurrir a ellos.—
Horacio sacudió la cabeza como tratando de despertar de un sueño muy raro, pero seguía en el mismo lugar. El hombre continuó hablando de las bondades de aquel club, de lo que sabían de él y le ofreció sumarse, ocupar el lugar que recientemente había dejado vacante Obudlio, un veterano churrero que se había jubilado con grandes beneficios gracias a la intervención de la sociedad, ahora radicado en una isla del Caribe.
Las condiciones para sumarse al club eran algo exigentes para los ingresos del churrero promedio, -la cuota de 3000 pesos mensuales le vendría agregada en la factura de teléfono- pero los beneficios prometidos lo justificaban. Luego de la entrevista recorrieron en el auto del líder del grupo las zonas parquizadas de la ciudad saludando a los churreros.
— Tiene 24 horas para darnos una respuesta, caso contrario interpretaremos que no le interesa y no volverá a saber de nosotros.—
En ese momento, por temor o vaya a saber por qué, Horacio no contestó nada y se no se dio cuenta que no le habían indicado ninguna forma de comunicarse con la organización. En los días siguientes fue una y otra vez hasta el baldío, repitió en la puerta la secuencia de golpes y nadie apareció, aquello estaba tan vacío como antes de esa tarde. Salió a recorrer en su bicicleta las plazas y a hablar con los churreros de la ciudad pidiendo datos sobre cómo contactarse con la sociedad secreta y de todos ellos recibió por respuesta una gama de expresiones que fueron desde el desconocimiento del tema hasta la duda sobre su cordura.
El único dato que le confirma a Horacio que no soñó todo aquello son los 3000 pesos que gustosamente paga todos los meses con el consumo de teléfono. 


Publicado en suplemento Quinto Día de diario El Telégrafo.
Autor: Marco Rivero.
Foto:  www.heraldo.es/noticias/gastronomia/2014/10/03/freir_chocolate_con_churros_313965_1311024.html

jueves, 10 de mayo de 2018

Hay que saltar



En la absoluta oscuridad del galpón el caballo se inquietó al escuchar los pasos acercándose a la caballeriza.
—Aguante amigo que nos vamos para esos rocanroles— lo tranquilizó, susurrando, mientras descolgaba uno de los frenos con riendas negras, adornadas con tachas relucientes, desde el clavo en una de las vigas de madera.—
Pasó la puerta y le empezó a acariciar el lomo, como hacía todas las mañanas.
— Yo sé que está preparau para la carrera, pero esta noche me tiene que hacer el aguante, amigo— lo conversó mientras lo enfilaba hacia la puerta.—
— ¿Adonde piensa que va el mozo con ese parejero?
— Don Jacinto, buenas noches. Es que el pingo estaba un poco nervioso esta tarde y don Eustacio lo iba a sacar a tomar aire.
— Pero usté debe pensar que uno es abombau. Se está robando el caballo, el favorito para ganar mañana la copa de plata. El patrón me encomendó a cuidarlo porque sospechaba justamente que alguno le iba venir a perjudicar el negocio. Vaya soltando esas riendas o lo quemo.—
— Está bien, está bien, m’iba llevando el caballo, pero no es lo que usté cree.—
— Y qué es, ¿mocoepavo?—
— Me lo estaba llevando para ir al pueblo, a ver el rocanrol en el anfiteatro.—
— ¿A ver qué?—
— El rocanrol, hoy está la ‘Trosky’.—
— Pero habrá salido maricón el mozo. No le digo yo que en esa escuela agreria no le enseñan nada produtivo. Deje ya ese ejemplar, hágame el favor.
— Ta bien, ta bien, lo dejo.
Enroscó las riendas en la mano y amagó acercar el equino hacia el lugar de donde lo había retirado, pero aprovechando que tenía más velocidad de reacción que el viejo dio un salto, quedó montado y salió hacia la portera como una exhalación.
El viejo dio aviso en la casa lo más rápido que pudo y se organizó rápidamente un operativo para darle caza al ladrón.
Miró la hora en el celular, eran casi las ocho y media. Había calculado que Trotsky Vengarán no iba a subir antes de las once de la noche. Iba a llegar, si acaso, con poco margen para comprar la entrada y mandarse para el anfiteatro. El plan original incluía un cambio de ropas por el camino, para estar más a tono con el entorno, pero en esas circunstancias era riesgoso distraerse en detalles.
Calculó que lo iban a estar esperando en el camino que sale a la estación y acertó. Allí había dispuesto Eustacio Villegas Toja un piquete con orden de abrir fuego pero sin apuntar al jinete, por miedo a que pudiera resultar impactado el animal.
— Jacinto, ¿dónde dijiste que iba este malagradecido de Servando?—
— Iba para la fiesta esa del pueblo, la de la Cerveza—
— Será abombau, digale a los de Molina que lo esperen en la puerta y que lo saque del pescuezo. Que me lo traigan enterito, que yo me encargo.

  Servando esquivó el piquete metiéndose por el camino que da la cascada del Queguay, por allí cruzaron a nado alumbrados por la luna, ya bastante alta. El desvío le robó tiempo, pero sabía que iba a recuperar porque lo conocía bien de bien al Pankpero, como él mismo había bautizado al caballo más rápido de la zona, invicto en nosecuantas carreras en las que él lo había conducido. Eran uña y carne, una sola persona, un solo animal, desafiando al galope el camino polvoriento hacia las luces de la ciudad.
— Allá está Constancia, vamos a llegar bien de bien, negrito—
El zaino resoplaba pero no aminoraba la marcha, no habría forma de que su amigo se perdiese ese concierto. Pasó volando por los puentes de los San Franciscos y agarró la cortada hacia Avenida de las Américas al amparo de la oscuridad y se metió a la ciudad por la Roldán vieja. Sin nadie que lo persiga se mandó por número nueve hasta la Costanera y allí se dispuso a dejar atado en unos matorrales atrás de la planta emisora aquel caballo que desde chico había escuchado decir a Don Eustacio que iba a terminar valiendo un millón de dólares.
Desde el Anfiteatro ya se empezaban a escuchar los primeros acordes de la banda y Servando, caminando hacia la puerta tarareaba “desde el cerro... al parque Central… los muchachos… no pueden parar...”.
Pensó que ya no habría obstáculo que se interpusiera entre él y el concierto de su vida. La banda había venido muchas veces antes a Paysandú, pero siempre se le complicó para largarse desde el campo, pero ese año se había jurado que iba a estar a como diera lugar. Cuando iba ya sacando la billetera para hacer la cola en la boletería se percató de la presencia de los perros de Medina. Atinó a sacarse la boina para no facilitarles tanto y se arrimó a la ventanilla cabezagacha, llegó a pedir una para el predio y otra para el anfiteatro y sintió abajo de las costillas la punta apoyada del cuchillo.
— Vámonos, Servando, hasta aquí llegaste.—
Matías lo había conocido en la escuela agraria. Había intentado alejarse de la falopa yéndose al campo y la experiencia duró apenas tres meses, pero en ese tiempo le había enseñado a Servando mucho de lo que sabía del rocanrol, incluso algunos compases en la guitarra criolla. Era el responsable directo de que él estuviera allí, resultaba paradójico que fuese él quien lo detuviera.
— Matías, el caballo está atrás de la antena de la radio. Es todo tuyo, el patrón dice que vale mucha plata, sacalo y andate con él. Después que termine la ‘Trosky’ yo me entrego solito. Solo vos sabés lo que esto significa para mí.—
— Están todas las entradas vigiladas, vas a tener que saltar el tejido.—
El joven citadino lo miró, lo abrazó y le hizo estribo para que pudiera pasar por encima del alambrado por atrás del parque.
El caballo estaba justamente en el lugar donde le había dicho, todavía agitado por la corrida.
Se arrimó despacito y cuando lo desataba las balas los empezaron a atravesar de lado a lado. El caballo cayó primero, él se desplomó sobre el costillar y sintió el calor y el sonido de los latidos apagarse.

Por Marco Rivero - publicado en Quinto Día, suplemento de El Telégrafo.

jueves, 3 de mayo de 2018

El espía


-Todos tienen algo que ocultar, incluso John Lennon-, me dice, citando al título de aquella canción del Maraviya, cuando lo contacté para tratar de recuperar mi perrita Coker, aparentemente secuestrada (dejaron una nota por debajo de la puerta diciendo que si la quería volver a ver iba a tener que pagar 250 pesos).
Esas reflexiones escondidas que solía hacer iban bien con su aspecto de jubilado del rock and roll. Aquella chaqueta de cuero, de asombrosa versatilidad, según los accesorios con que la rodeara le permitían ser un pasivo alimentando palomas en una plaza, un taxista, un almacenero (quiosquero, carpintero... varias cosas más que terminan en “ero”, se entiende), pero también un pescador, un político barrial, en fin, lo que quisiera. Eso iba bien con su negocio: la investigación privada.
Dentro de esa campera, tan aparentemente inofensiva, el hombre escondía una multiplicidad de artilugios, tenía más herramientas que las famosas navajas suizas. En un bolsillo unos lentes con visión infrarroja y zoom óptico de 36 aumentos, con la salvedad que parecen simples lentes de leer, multifocales. También lleva colgados del cuello unos lentes comunes y silvestres, para ver de cerca. En uno de los bolsillos superiores lleva además un comunicador digital a prueba de rastreo, inmune a la detección a través de las redes Wi-Fi e irreconocible por los satélites GPS, nombre clave: Motorola C-115. -Y tengo dos más en casa en la cajita para cuando este se me rompa, cosa que dudo-, agrega sacudiendo con firmeza el dispositivo.

Foto: Andrés Franco.
 En uno de los bolsillos de abajo lleva doblada una revista de sopas de letras y autodefinidos con dos agujeros separados por la misma distancia que tiene entre sus ojos. En el otro la novela de Aurelia S. Williams Ensayo sobre la vigilancia. -Siempre conviene andar con el manual-, explica. Pensaba yo (al igual que la crítica) que ese libro en realidad no había sido de gran aporte, pero parece que en el ambiente detectivesco estaba muy bien ponderado, en fin.
Nunca supe su nombre, se negó rotundamente a mostrarme una identificación cuando tras preguntarle me evadió burdamente en tres oportunidades con Anthonio Quinn, Santiago Connery y Carlos Daniel Magnum. No insistí más.
Sin llegar a convencerme del todo de su efectividad (y a falta de mejores opciones) decidí contratarlo. Se puso los lentes de leer de cerca y me agregó en la agenda del Motorola. Me pasó un SMS que decía “Este es mi número”. Lo agregué como contacto.
En los días siguientes me fue pidiendo datos sobre el secuestro de mi perrita, pero no lo volví a ver.
Un par de días más tardes recibí una serie de mensaje de texto desde su número, con buenas noticias.
El primero decía: “Tranquilidad compadre, apareció la perra”. Luego otro que agregaba más datos: “Tuve que pagar el rescate, pero está sanita y bien comida”. La felicidad y el alivio fueron enormes en ese momento, no podía pensar en otra cosa más que volver a reunirme con mi mascota. Ahí fue que recibí el tercer SMS. “Cuando me haga usted el giro de mis honorarios la va a recibir en su casa”. Respondí pidiendo instrucciones, ya que no tenía siquiera su nombre para enviarle el dinero.
El cuarto mensaje me indicó que debía depositar en una cuenta de una red de cobranzas a nombre de Herederos de Watson “$ 4750, más los 250 que él había pagado a los secuestradores”, cosa que hice con gusto, por supuesto.
Si me preguntan cómo fue que lo contacté, les diría que no sé, fue él quien apareció en mi camino justo en el momento indicado cuando lo necesitaba. Esa misma mañana le hice el giro, por la tarde sonó el timbre y dentro de una caja de cartón corrugado estaba Marian, mi perra. A lo lejos llegué a divisar la silueta de aquel veterano barrigón de la campera de napa alejándose en su Vespa.

Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre Brasil y Uruguay para evitar migración “vermelha” desde Cuba y Venezuela

BOLSONARO FIRMARÍA DECRETO POCO DESPUÉS DE ASUMIR Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre  Brasil  y  Uruguay pa...