El facón de Enrique quería sangre y no paraba de buscarla abriendo
el aire de un lado al otro. La sangre de Osvaldo no hacía más que
apartarse del filo deambulante, su envase casi no atacaba, esperando
que quizás alguien detuviera esa pelea o hubiese algún tipo de
límite temporal. Esa pelea solo tenía un final posible.
El último de los 25 centímetros de la hoja acerada desgarró la
tela de algodón una vez más, en la piel solo un rayón que no llegó
a abrirse, pero cada vez le costaba más apartarse del camino,
esquivar los enviones de contrincante. Sentía las piernas
agarrotadas por aquel ballet de la supervivencia, la mandíbula la
tenía desencajada de la tensión que masticaba y el filo de nuevo
venía por él.
Osvaldo no provenía del campo, durante su infancia apenas había
montado una o dos veces a caballo, tres si contaba el paseo en los
pony del parque del río Olimar, estudió electrónica en su
adolescencia, pero la frustración del desempleo y la idea de un
cambio radical lo llevaron a instalarse una temporada en Mendizábal,
en la casa de su padrino, encargado del establecimiento de unos
brasileros adinerados que después de comprar jamás volvieron a ir.
Allí, en la tierra de Dionisio, aprendió lo más elemental de las
tareas rurales y se entusiasmó de atardeceres, del canto de los
pájaros y la vida al aire libre. A pesar de las extensas jornadas el
olor de los arazás maduros es infinitamente mejor que el del estaño
perdiendo la forma con el soldador.
Pero esa día solo quería volver a la soledad y a la dudosa
rentabilidad de su taller de la calle Figueroa, donde todo contacto
con las demás personas estaba limitado por el ancho mostrador que
coronaba la vitrina donde guardaba dos o tres tubos de 14 pulgadas
que ya habían abandonado toda esperanza.
— ¡Que te levantes, cagón!
La voz grave de Enrique lo trajo de nuevo a la realidad, que lo
encontró desparramado en el pasto raído del corral de las corderas
corriedale, rodeado de los desperdicios aceituniformes de las
cuadrúpedas.
La distracción le había costado un tajo, el acero inglés de
Enrique había abierto un surco y la sangre brotaba.
— Vendate con la manga de la camisa y parate de nuevo, mimoso.
Arrancó la manga desde el hombro y envolvió la herida cuán lento
como pudo. Comprendió que no había forma de salir de este
enfrentamiento vivo o con algo de dignidad. Si después de aquel tajo
lo suficientemente aleccionador aquel gaucho quería seguir
cortándolo era porque no iba a parar.
Perdido por perdido, pensó, tomó la cuchilla de acero inoxidable
que le había pedido prestada al cocinero, y se puso de pie. En sus
ojos seguramente Enrique vio el brillo de los ojos de la fiera cuando
está acorralada, la mirada del que sabe que no hay nada más
adelante y se dio cuenta que quizás ahora sí tendría rival.
Con un movimiento en el aire la Tramontina pasó de la zurda a la
diestra y tomada al modo de un puñal.
No hay más allá, en dos o tres movimientos esa historia tendría
que terminar.
Se miraron y giraron en silencio. El resto de la peonada observaba
inmóvil desde el alambrado el desenlace. Hubieran apostado, pero
todos iban a ir por Enrique, así que no tenía gracia.
En las filosas hojas se reflejaban los tonos cobrizos de las últimas
luces de la tarde que moría y que quería llevar consigo el último
aliento de uno de aquellos hombres. El que avanzó fue Enrique. El
brazo derecho desplegado en toda su extensión quiso meterle la hoja
completa por la panza. Osvaldo adivinó la intención y lo esquivó
in extremis cual torero, giró sobre sí mismo y hundió su filo en
la paleta del adversario, que se desplomó pesadamente en el centro
del cuadrado.
— ¡Lo maté! —
dijo, mirando hacia los del alambrado, que casi le sonrieron
mientras sacudían la cabeza en negación.
Detrás suyo la mole se levantaba y venía por más.
— Date vuelta, charabón.
Cuando Osvaldo giró no fue un filo lo que lo alcanzó sino el
impactó sólido del puño en el mentón, liberando toda la tensión
acumulada, el sacudón del respeto bien ganado en el campo de
batalla.
— Esta vez vivís, andá nomás; pero que no vuelva a pasar que nos
agarrás la tele cuando está jugando el Barcelona.
Por Marco Rivero - publicado en Quinto Día, de El Telégrafo
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