En la absoluta oscuridad del galpón el caballo se inquietó al
escuchar los pasos acercándose a la caballeriza.
—Aguante amigo que nos vamos para esos rocanroles— lo
tranquilizó, susurrando, mientras descolgaba uno de los frenos con
riendas negras, adornadas con tachas relucientes, desde el clavo en
una de las vigas de madera.—
Pasó la puerta y le empezó a acariciar el lomo, como hacía todas las mañanas.
Pasó la puerta y le empezó a acariciar el lomo, como hacía todas las mañanas.
— Yo sé que está preparau para la carrera, pero esta noche me
tiene que hacer el aguante, amigo— lo conversó mientras lo
enfilaba hacia la puerta.—
— ¿Adonde piensa que va el mozo con ese parejero?
— Don Jacinto, buenas noches. Es que el pingo estaba un poco
nervioso esta tarde y don Eustacio lo iba a sacar a tomar aire.
— Pero usté debe pensar que uno es abombau. Se está robando el
caballo, el favorito para ganar mañana la copa de plata. El patrón
me encomendó a cuidarlo porque sospechaba justamente que alguno le
iba venir a perjudicar el negocio. Vaya soltando esas riendas o lo
quemo.—
— Está bien, está bien, m’iba llevando el caballo, pero no es
lo que usté cree.—
— Y qué es, ¿mocoepavo?—
— Me lo estaba llevando para ir al pueblo, a ver el rocanrol en el
anfiteatro.—
— ¿A ver qué?—
— El rocanrol, hoy está la ‘Trosky’.—
— Pero habrá salido maricón el mozo. No le digo yo que en esa
escuela agreria no le enseñan nada produtivo. Deje ya ese ejemplar,
hágame el favor.
— Ta bien, ta bien, lo dejo.
Enroscó las riendas en la mano y amagó acercar el equino hacia el
lugar de donde lo había retirado, pero aprovechando que tenía más
velocidad de reacción que el viejo dio un salto, quedó montado y
salió hacia la portera como una exhalación.
El viejo dio aviso en la casa lo más rápido que pudo y se organizó
rápidamente un operativo para darle caza al ladrón.
Miró la hora en el celular, eran casi las ocho y media. Había
calculado que Trotsky Vengarán no iba a subir antes de las once de
la noche. Iba a llegar, si acaso, con poco margen para comprar la
entrada y mandarse para el anfiteatro. El plan original incluía un
cambio de ropas por el camino, para estar más a tono con el entorno,
pero en esas circunstancias era riesgoso distraerse en detalles.
Calculó que lo iban a estar esperando en el camino que sale a la
estación y acertó. Allí había dispuesto Eustacio Villegas Toja un
piquete con orden de abrir fuego pero sin apuntar al jinete, por
miedo a que pudiera resultar impactado el animal.
— Jacinto, ¿dónde dijiste que iba este malagradecido de
Servando?—
— Iba para la fiesta esa del pueblo, la de la Cerveza—
— Será abombau, digale a los de Molina que lo esperen en la puerta
y que lo saque del pescuezo. Que me lo traigan enterito, que yo me
encargo.
Servando esquivó el piquete metiéndose por el camino que da la
cascada del Queguay, por allí cruzaron a nado alumbrados por la
luna, ya bastante alta. El desvío le robó tiempo, pero sabía que
iba a recuperar porque lo conocía bien de bien al Pankpero, como él
mismo había bautizado al caballo más rápido de la zona, invicto en
nosecuantas carreras en las que él lo había conducido. Eran uña y
carne, una sola persona, un solo animal, desafiando al galope el
camino polvoriento hacia las luces de la ciudad.
— Allá está Constancia, vamos a llegar bien de bien, negrito—
El zaino resoplaba pero no aminoraba la marcha, no habría forma de
que su amigo se perdiese ese concierto. Pasó volando por los puentes
de los San Franciscos y agarró la cortada hacia Avenida de las
Américas al amparo de la oscuridad y se metió a la ciudad por la
Roldán vieja. Sin nadie que lo persiga se mandó por número nueve
hasta la Costanera y allí se dispuso a dejar atado en unos
matorrales atrás de la planta emisora aquel caballo que desde chico
había escuchado decir a Don Eustacio que iba a terminar valiendo un
millón de dólares.
Desde el Anfiteatro ya se empezaban a escuchar los primeros acordes
de la banda y Servando, caminando hacia la puerta tarareaba “desde
el cerro... al parque Central… los muchachos… no pueden
parar...”.
Pensó que ya no habría obstáculo que se interpusiera entre él y
el concierto de su vida. La banda había venido muchas veces antes a
Paysandú, pero siempre se le complicó para largarse desde el campo,
pero ese año se había jurado que iba a estar a como diera lugar.
Cuando iba ya sacando la billetera para hacer la cola en la boletería
se percató de la presencia de los perros de Medina. Atinó a sacarse
la boina para no facilitarles tanto y se arrimó a la ventanilla
cabezagacha, llegó a pedir una para el predio y otra para el
anfiteatro y sintió abajo de las costillas la punta apoyada del
cuchillo.
— Vámonos, Servando, hasta aquí llegaste.—
Matías lo había conocido en la escuela agraria. Había intentado
alejarse de la falopa yéndose al campo y la experiencia duró apenas
tres meses, pero en ese tiempo le había enseñado a Servando mucho
de lo que sabía del rocanrol, incluso algunos compases en la
guitarra criolla. Era el responsable directo de que él estuviera
allí, resultaba paradójico que fuese él quien lo detuviera.
— Matías, el caballo está atrás de la antena de la radio. Es
todo tuyo, el patrón dice que vale mucha plata, sacalo y andate con
él. Después que termine la ‘Trosky’ yo me entrego solito. Solo
vos sabés lo que esto significa para mí.—
— Están todas las entradas vigiladas, vas a tener que saltar el
tejido.—
El joven citadino lo miró, lo abrazó y le hizo estribo para que
pudiera pasar por encima del alambrado por atrás del parque.
El caballo estaba justamente en el lugar donde le había dicho, todavía agitado por la corrida.
El caballo estaba justamente en el lugar donde le había dicho, todavía agitado por la corrida.
Se arrimó despacito y cuando lo desataba las balas los empezaron a
atravesar de lado a lado. El caballo cayó primero, él se desplomó
sobre el costillar y sintió el calor y el sonido de los latidos
apagarse.
Por Marco Rivero - publicado en Quinto Día, suplemento de El Telégrafo.
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