jueves, 10 de mayo de 2018

Hay que saltar



En la absoluta oscuridad del galpón el caballo se inquietó al escuchar los pasos acercándose a la caballeriza.
—Aguante amigo que nos vamos para esos rocanroles— lo tranquilizó, susurrando, mientras descolgaba uno de los frenos con riendas negras, adornadas con tachas relucientes, desde el clavo en una de las vigas de madera.—
Pasó la puerta y le empezó a acariciar el lomo, como hacía todas las mañanas.
— Yo sé que está preparau para la carrera, pero esta noche me tiene que hacer el aguante, amigo— lo conversó mientras lo enfilaba hacia la puerta.—
— ¿Adonde piensa que va el mozo con ese parejero?
— Don Jacinto, buenas noches. Es que el pingo estaba un poco nervioso esta tarde y don Eustacio lo iba a sacar a tomar aire.
— Pero usté debe pensar que uno es abombau. Se está robando el caballo, el favorito para ganar mañana la copa de plata. El patrón me encomendó a cuidarlo porque sospechaba justamente que alguno le iba venir a perjudicar el negocio. Vaya soltando esas riendas o lo quemo.—
— Está bien, está bien, m’iba llevando el caballo, pero no es lo que usté cree.—
— Y qué es, ¿mocoepavo?—
— Me lo estaba llevando para ir al pueblo, a ver el rocanrol en el anfiteatro.—
— ¿A ver qué?—
— El rocanrol, hoy está la ‘Trosky’.—
— Pero habrá salido maricón el mozo. No le digo yo que en esa escuela agreria no le enseñan nada produtivo. Deje ya ese ejemplar, hágame el favor.
— Ta bien, ta bien, lo dejo.
Enroscó las riendas en la mano y amagó acercar el equino hacia el lugar de donde lo había retirado, pero aprovechando que tenía más velocidad de reacción que el viejo dio un salto, quedó montado y salió hacia la portera como una exhalación.
El viejo dio aviso en la casa lo más rápido que pudo y se organizó rápidamente un operativo para darle caza al ladrón.
Miró la hora en el celular, eran casi las ocho y media. Había calculado que Trotsky Vengarán no iba a subir antes de las once de la noche. Iba a llegar, si acaso, con poco margen para comprar la entrada y mandarse para el anfiteatro. El plan original incluía un cambio de ropas por el camino, para estar más a tono con el entorno, pero en esas circunstancias era riesgoso distraerse en detalles.
Calculó que lo iban a estar esperando en el camino que sale a la estación y acertó. Allí había dispuesto Eustacio Villegas Toja un piquete con orden de abrir fuego pero sin apuntar al jinete, por miedo a que pudiera resultar impactado el animal.
— Jacinto, ¿dónde dijiste que iba este malagradecido de Servando?—
— Iba para la fiesta esa del pueblo, la de la Cerveza—
— Será abombau, digale a los de Molina que lo esperen en la puerta y que lo saque del pescuezo. Que me lo traigan enterito, que yo me encargo.

  Servando esquivó el piquete metiéndose por el camino que da la cascada del Queguay, por allí cruzaron a nado alumbrados por la luna, ya bastante alta. El desvío le robó tiempo, pero sabía que iba a recuperar porque lo conocía bien de bien al Pankpero, como él mismo había bautizado al caballo más rápido de la zona, invicto en nosecuantas carreras en las que él lo había conducido. Eran uña y carne, una sola persona, un solo animal, desafiando al galope el camino polvoriento hacia las luces de la ciudad.
— Allá está Constancia, vamos a llegar bien de bien, negrito—
El zaino resoplaba pero no aminoraba la marcha, no habría forma de que su amigo se perdiese ese concierto. Pasó volando por los puentes de los San Franciscos y agarró la cortada hacia Avenida de las Américas al amparo de la oscuridad y se metió a la ciudad por la Roldán vieja. Sin nadie que lo persiga se mandó por número nueve hasta la Costanera y allí se dispuso a dejar atado en unos matorrales atrás de la planta emisora aquel caballo que desde chico había escuchado decir a Don Eustacio que iba a terminar valiendo un millón de dólares.
Desde el Anfiteatro ya se empezaban a escuchar los primeros acordes de la banda y Servando, caminando hacia la puerta tarareaba “desde el cerro... al parque Central… los muchachos… no pueden parar...”.
Pensó que ya no habría obstáculo que se interpusiera entre él y el concierto de su vida. La banda había venido muchas veces antes a Paysandú, pero siempre se le complicó para largarse desde el campo, pero ese año se había jurado que iba a estar a como diera lugar. Cuando iba ya sacando la billetera para hacer la cola en la boletería se percató de la presencia de los perros de Medina. Atinó a sacarse la boina para no facilitarles tanto y se arrimó a la ventanilla cabezagacha, llegó a pedir una para el predio y otra para el anfiteatro y sintió abajo de las costillas la punta apoyada del cuchillo.
— Vámonos, Servando, hasta aquí llegaste.—
Matías lo había conocido en la escuela agraria. Había intentado alejarse de la falopa yéndose al campo y la experiencia duró apenas tres meses, pero en ese tiempo le había enseñado a Servando mucho de lo que sabía del rocanrol, incluso algunos compases en la guitarra criolla. Era el responsable directo de que él estuviera allí, resultaba paradójico que fuese él quien lo detuviera.
— Matías, el caballo está atrás de la antena de la radio. Es todo tuyo, el patrón dice que vale mucha plata, sacalo y andate con él. Después que termine la ‘Trosky’ yo me entrego solito. Solo vos sabés lo que esto significa para mí.—
— Están todas las entradas vigiladas, vas a tener que saltar el tejido.—
El joven citadino lo miró, lo abrazó y le hizo estribo para que pudiera pasar por encima del alambrado por atrás del parque.
El caballo estaba justamente en el lugar donde le había dicho, todavía agitado por la corrida.
Se arrimó despacito y cuando lo desataba las balas los empezaron a atravesar de lado a lado. El caballo cayó primero, él se desplomó sobre el costillar y sintió el calor y el sonido de los latidos apagarse.

Por Marco Rivero - publicado en Quinto Día, suplemento de El Telégrafo.

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