-Todos tienen algo que ocultar, incluso John Lennon-, me dice,
citando al título de aquella canción del Maraviya, cuando lo
contacté para tratar de recuperar mi perrita Coker, aparentemente
secuestrada (dejaron una nota por debajo de la puerta diciendo que si
la quería volver a ver iba a tener que pagar 250 pesos).
Esas reflexiones escondidas que solía hacer iban bien con su aspecto
de jubilado del rock and roll. Aquella chaqueta de cuero, de
asombrosa versatilidad, según los accesorios con que la rodeara le
permitían ser un pasivo alimentando palomas en una plaza, un
taxista, un almacenero (quiosquero, carpintero... varias cosas más
que terminan en “ero”, se entiende), pero también un pescador,
un político barrial, en fin, lo que quisiera. Eso iba bien con su
negocio: la investigación privada.
Dentro de esa campera, tan aparentemente inofensiva, el hombre
escondía una multiplicidad de artilugios, tenía más herramientas
que las famosas navajas suizas. En un bolsillo unos lentes con visión
infrarroja y zoom óptico de 36 aumentos, con la salvedad que parecen
simples lentes de leer, multifocales. También lleva colgados del
cuello unos lentes comunes y silvestres, para ver de cerca. En uno de
los bolsillos superiores lleva además un comunicador digital a
prueba de rastreo, inmune a la detección a través de las redes
Wi-Fi e irreconocible por los satélites GPS, nombre clave: Motorola
C-115. -Y tengo dos más en casa en la cajita para cuando este se me
rompa, cosa que dudo-, agrega sacudiendo con firmeza el dispositivo.
Foto: Andrés Franco. |
En uno de los bolsillos de abajo lleva doblada una revista de sopas
de letras y autodefinidos con dos agujeros separados por la misma
distancia que tiene entre sus ojos. En el otro la novela de Aurelia
S. Williams Ensayo sobre la vigilancia. -Siempre conviene andar con
el manual-, explica. Pensaba yo (al igual que la crítica) que ese
libro en realidad no había sido de gran aporte, pero parece que en
el ambiente detectivesco estaba muy bien ponderado, en fin.
Nunca supe su nombre, se negó rotundamente a mostrarme una
identificación cuando tras preguntarle me evadió burdamente en tres
oportunidades con Anthonio Quinn, Santiago Connery y Carlos Daniel
Magnum. No insistí más.
Sin llegar a convencerme del todo de su efectividad (y a falta de
mejores opciones) decidí contratarlo. Se puso los lentes de leer de
cerca y me agregó en la agenda del Motorola. Me pasó un SMS que
decía “Este es mi número”. Lo agregué como contacto.
En los días siguientes me fue pidiendo datos sobre el secuestro de
mi perrita, pero no lo volví a ver.
Un par de días más tardes recibí una serie de mensaje de texto
desde su número, con buenas noticias.
El primero decía: “Tranquilidad compadre, apareció la perra”.
Luego otro que agregaba más datos: “Tuve que pagar el rescate,
pero está sanita y bien comida”. La felicidad y el alivio fueron
enormes en ese momento, no podía pensar en otra cosa más que volver
a reunirme con mi mascota. Ahí fue que recibí el tercer SMS.
“Cuando me haga usted el giro de mis honorarios la va a recibir en
su casa”. Respondí pidiendo instrucciones, ya que no tenía
siquiera su nombre para enviarle el dinero.
El cuarto mensaje me indicó que debía depositar en una cuenta de
una red de cobranzas a nombre de Herederos de Watson “$ 4750, más
los 250 que él había pagado a los secuestradores”, cosa que hice
con gusto, por supuesto.
Si me preguntan cómo fue que lo contacté, les diría que no sé,
fue él quien apareció en mi camino justo en el momento indicado
cuando lo necesitaba. Esa misma mañana le hice el giro, por la tarde
sonó el timbre y dentro de una caja de cartón corrugado estaba
Marian, mi perra. A lo lejos llegué a divisar la silueta de aquel
veterano barrigón de la campera de napa alejándose en su Vespa.
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