jueves, 2 de agosto de 2018

Los límites de la paranoia

“El director del FBI tapa la cámara de su computadora con una cinta adhesiva”. El título de la noticia en la página de la BBC lo sorprendió. No era la primera vez que oía hablar de la vulnerabilidad informática y el espionaje, pero que el mismísimo director del FBI tuviera que tapar la camarita le pareció un exceso a todas luces. Así que decidió llamar a Mónica, su prima, una experta en seguridad informática a ver si se podía tranquilizar un poco.
— Escuchame nena, estamos regalados, se nos terminó la privacidad. Yo ya tapé la camarita con cinta también, no vaya a ser que me anden mirando la cara que pongo cuando entro a mirar todos en Instagram.—
— No, Gonza, tranquilizate, mirá que no es tan así como dicen, en realidad no creo que a vos te vayan a andar espiando, como si tuvieras algo interesante que sacarte.—
— Mirá, no sé, yo por las dudas no pongo la tarjeta de crédito ni de débito en ningún lado y estoy pensando en solamente usar el teléfono fijo para hablar.—
— No, pero mirá que no pasa nada.—
— No pasa nada no, pasa sí, si el otro día me dijeron que el Facebook y el Instagram escuchan lo que vos conversas cerca del teléfono con otra gente, para conocer las cosas que te gustan y poder venderte más. ¡Es una persecución!—
Contemplando el grado de paranoia que su amigo parecía estar alcanzando a Mónica le propuso llevar las cosas al un nivel superior.
— Gonza, ¿te acordás de Julio? Mañana vamos a ir a verlo. Te paso a buscar a las 5 y media, pedite el día libre que nos vamos al campo.—
— ¿De la mañana?—
— Si, claro, por supuesto. Traé mate y compramos bizcochos a la salida, pero eso sí, no traigas el celular, ni la computadora ni ningún artefacto electrónico.—
Gonzalo conocía muy bien el auto de Mónica, un modelo 2014 con todo lo que tiene que tener en comodidades y seguridad para irse de paseo al campo, por eso no comprendía por qué estaban haciendo el viaje en la modesta Brasilia del 78 de su madre.
— Ahora cuando tomemos el camino vecinal y salgamos del alcance de la tecnología te lo explico— le dijo, develando la incógnita, por lo que no fue necesario volver sobre el tema.
Gonzalo no tenía idea de donde se encontraban. Una vieja escuela del plan gallinal reconvertida en el Hostel Los Brujos fue el destino del viaje. Desde la penumbra, por encima del reverso de un libro abierto asomaron los enormes lentes de Julio.
— Mónica, ¿revisaste que tu acompañante esté limpio?—
— Si, Julio, sabés bien de bien que siempre me cercioro de todos los detalles. Él es Gonzalo y está preocupado porque piensa que su celular lo está espiando.—
— Ah, así que piensa que su celujajajajajaJAJAJAJAJA!!! Ahhhh. Si, es cierto.—
— ¡Lo sabía, estaba seguro!—
— Bueno, no se emocione tanto, que lo que yo estoy tratando de hacer es probarlo.—
— ¿Cómo?—
— Ahora vamos a ir hasta un cobertizo, jajaja, mentira, es un galponcito, pero me encanta como suena “cobertizo”… Es como de los western. En fin. Vamos a ir y ustedes me tienen que seguir el diálogo. Seremos un grupo de guerrilleros que planeamos un ataque a un objetivo militar extranjero en la capital, y estamos negociando con fuerzas radicales la compra de armamento. En el cobertizo (le hace una guiñada a Gonzalo) habrá tres celulares, uno encendido, otro apagado y el tercero además sin su batería. Nuestro contacto se llama Antonio Alejo Zubizareta, no pero es más que un personaje ficticio.—


Durante las siguientes tres horas estuvieron en el húmedo y oscuro galpón planificando la forma de hacer volar por los aires una embajada en Montevideo, especulando sobre los costos del operativo y reclamando el asesoramiento de Antonio Alejo Zubizareta. La noche encontró a Gonza y Mónica en aquellos apartados parajes, a la tenue luz de la luna y no se precisó nada más, la tensión entre ambos llegó al punto que tantas veces habían postergado.
— Me siento culpable, Gonza, pero es que no sabía como hacer para traerte, y la excusa de la paranoia tuya me vino bien. Te tenía muchas ganas, hace tiempo.—
— Y yo te lo agradezco, nunca me hubiese animado a dar el primer paso, te confieso.—
Pasaron la noche en una de las habitaciones del Hostel, abrazados, alumbrados por la luz de la estufa, que se fue consumiendo de a poco, a diferencia del calor.
Aplazaron el momento de despertarse todo lo que pudieron, en realidad iban a seguir, pero los sobresaltó el llamado de Julio.
— ¡Vengan ya, pero ya mismo! En el mostrador lo tengo a Zubizarreta. Nuestro contacto ficticio.
Un señor semicalvo, canoso, de unos 60 y algo, con rostro de preocupación nos esperaba.—
— Ahora sí, Antonio, termine de contar…—
— Buenos días. Soy Antonio Alejo Zubizarreta, y como le decía a Julio, en los últimos meses Facebook y Booking no han parado de recomendarme venir a este sitio, e incluso lo han hecho con generosos beneficios, así que salí en la antevíspera desde Madrid, ayer llegué a Montevideo y heme aquí…—
Los tres se miraron con asombro, por fin estaba sobre la mesa la prueba que necesitaban sobre el espionaje, pero nada pudieron hacer, porque esas fueron sus últimas miradas antes de la explosión del misil.

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