El tedio se transmitía a las moléculas de la fritura. La masa
crepitaba con desdén en el infierno de aceite en el que se zambullía al
impulso de la manivela que Horacio giraba con el ademán mecánico de
siempre, pero más lento. Había sido una tarde demasiado tranquila a
pesar que el clima otoñal convidaba a dar una vuelta por la plaza y
comprarse unos churros y acompañar el mate. Apenas había alcanzado
a vender un par de docenas, que no cubrían la cuota diaria, y se
disponía a empezar a apagar, cuando llegó una clienta.
La mujer pidió dos churros rellenos con dulce de leche, entregó un
billete grande para realizar el pago y se fue sin esperar su vuelto.
Horacio dio un pique y la alcanzó, pensando que tal vez había sido
un momento de distracción.
— No, no, está bien así —
— Pero mire que me dio mil pesos —
— Fíjese bien y va a ver que así está muy bien —
El churrero volvió la vista hacia el papel moneda y en el reverso
encontró una inscripción: “véame a las 19:00 en el baldío de
avda. Brasil y Monterroso”. Cuando intentó preguntarle de qué
se trataba ya no la encontró, se la había tragado la tierra.
Hasta el último momento pensó en no ir, pero la curiosidad que le
generó aquella situación terminó pesando más.
Una silueta que se acercaba por la vereda lo invitó con un gesto a
entrar en el terreno, en cuyo suelo se desparramaban escombros,
bolsas de basura, envoltorios multicolores de las más variadas
golosinas y una increíble diversidad de yuyos y malezas. Siguieron
hasta una puerta al fondo. La mujer goleó siete veces en una
secuencia muy recordable, una mirilla se abrió y luego la puerta.
En el interior se le descubrió un salón casi de lujo, con numerosas
sillas ordenadas alrededor de una alfombra escarlata con un círculo
en su centro.
Cruzaron la sala y llegaron hasta una oficina en la que una persona
esperaba sentada en una silla giratoria.
— Horacio, bienvenido —
— Gracias, ¿pero qué es este lugar? —
— Es la casa de tus colegas —
— ¿Ustedes venden churros? —
— Efectivamente. Somos una organización que nuclea vendedores de
churros. —
— ¿Como un sindicato? —
— ¿A usted le parece esta una sede sindical? En realidad hacemos
un poco más que eso. —
— Como una secta o algo así… —
— Algunos nos dicen así, otros nos dicen logia, sociedad secreta,
nosotros preferimos decir que somos gente que se conoce y se ayuda
entre sí. —
— ¿Como un club de churreros…? —
— Si le resulta cómodo puede decirlo de esa forma. —
— ¿Ayudarse cómo? —
— Bueno, considere Horacio que mucha gente importante comenzó
vendiendo churros para pagarse sus estudios. Eso a la
larga nos ha permitido acceder a ciertos privilegios a la hora de
resolver todo tipo de problemas. Por ejemplo en el estado tenemos
gente en prácticamente todos los ministerios y las empresas
públicas. Cuando uno de nuestros “socios” (hizo el gesto de las
comillas con los dedos) necesita una solución podemos recurrir a
ellos.—
Horacio sacudió la cabeza como tratando de despertar de un sueño
muy raro, pero seguía en el mismo lugar. El hombre continuó
hablando de las bondades de aquel club, de lo que sabían de él y le
ofreció sumarse, ocupar el lugar que recientemente había dejado
vacante Obudlio, un veterano churrero que se había jubilado con
grandes beneficios gracias a la intervención de la sociedad, ahora
radicado en una isla del Caribe.
Las condiciones para sumarse al club eran algo exigentes para los
ingresos del churrero promedio, -la cuota de 3000 pesos mensuales le
vendría agregada en la factura de teléfono- pero los beneficios
prometidos lo justificaban. Luego de la entrevista recorrieron en el
auto del líder del grupo las zonas parquizadas de la ciudad
saludando a los churreros.
— Tiene 24 horas para darnos una respuesta, caso contrario
interpretaremos que no le interesa y no volverá a saber de
nosotros.—
En ese momento, por temor o vaya a saber por qué, Horacio no
contestó nada y se no se dio cuenta que no le habían indicado
ninguna forma de comunicarse con la organización. En los días
siguientes fue una y otra vez hasta el baldío, repitió en la puerta
la secuencia de golpes y nadie apareció, aquello estaba tan vacío
como antes de esa tarde. Salió a recorrer en su bicicleta las plazas
y a hablar con los churreros de la ciudad pidiendo datos sobre cómo
contactarse con la sociedad secreta y de todos ellos recibió por
respuesta una gama de expresiones que fueron desde el desconocimiento
del tema hasta la duda sobre su cordura.
El único dato que le confirma a Horacio que no soñó todo aquello
son los 3000 pesos que gustosamente paga todos los meses con el
consumo de teléfono.
Publicado en suplemento Quinto Día de diario El Telégrafo.
Autor: Marco Rivero.
Foto: www.heraldo.es/noticias/gastronomia/2014/10/03/freir_chocolate_con_churros_313965_1311024.html
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