Las jarras o calderas eléctricas se robaron la mística del fogón,
del chisperío subiendo hacia el cielo, del olor a humo y el tizne
alrededor de la boca de aquella estufa enorme que era capaz de
calentar a toda la “pionada” de una sola vez.
Un “plack” seco, sin gracia, y el cese del gorgojeo avisan
que el agua ya está y como alguna vez hicieron para cebar sus mates
aquellos casi gauchos con el termo de exterior de aluminio que
resguardaba la preciada y frágil botella de vidrio, el solitario
operario volcó dentro del recipiente de acero inoxidable -con
garantía hasta el fin de la eternidad- el agua caliente para
disolver la dosis justa de café soluble y stevia sintética.
Los recios hombres de barba espesa que en aquellos días fríos del
invierno traían la caballada desde el corral y enfundados en los
gruesos ponchos de lana salían quebrando la helada a recorrer el
campo dejaron espacio al joven que hunde el dedo en el botón que
activa en el tractor el aire acondicionado para salir -más avanzada
la mañana- a preparar las hectáreas que en breve recibirán el
grano y otras sustancias.
Las aves siguen cantando como en aquellos días que saludaban el paso
de los jinetes, solo que dentro de la cabina suena -a un volumen que
los vuelve imperceptible- la música que propone una radio española
preprogramada que llega por internet para repetir canciones de moda
apenas separadas por una invitación a suscribirse con la tarjeta de
crédito y no tener que escuchar la voz humana sin el soporte de la
combinación electrónica de sonidos armónicos randómicamente
logrados.
Dentro de la cabina no hay nada que hacer. El sistema de navegación
ya tiene el camino trazado y sigue los puntos determinados en el GPS.
No hay que acelerar, no hay que hacer cambios, solo estar allí
dentro, como un vigilante. El joven conductor ni siquiera se pregunta
cuánto tiempo más será necesario que permanezca en aquella tibia
jaula de acrílico que lo aísla del entorno y le permite
concentrarse en la conversación que mantiene vía guasap con su
novia en la ciudad. El sistema todo lo hace solo.
Con la invalorable ayuda de los perros los paisanos ya juntaron la
tropa. En el fuego que encendieron hace rato se descuelgan las brasas
dispuestas que los calientan a ellos, al agua para renovar el mate y
a los pulpones asados que se trajeron para comer con el pan casero de
doña Martha. En el cristálico recipiente un bip-bip avisa
que el micro horno portátil ya terminó de calentar su refuerzo de
salame y queso. El operario abre la heladera y saca una botella de
medio litro de jugos químicos gasificados, supuestamente con sabor a
limón. Almuerza sin necesidad de detener su tarea ni su música.
Cuando falta media hora para completarse su horario de trabajo el sistema operativo de la máquina le pregunta si es necesario realizar alguna hora extra o puede comenzar a desandar el camino hacia los galpones. Presiona la pantalla táctil sobre el espacio dispuesto para activar la segunda opción y enseguida activa el opacador de cabina para reducir la molestia del sol del atardecer golpeándole la cara.
Cuando falta media hora para completarse su horario de trabajo el sistema operativo de la máquina le pregunta si es necesario realizar alguna hora extra o puede comenzar a desandar el camino hacia los galpones. Presiona la pantalla táctil sobre el espacio dispuesto para activar la segunda opción y enseguida activa el opacador de cabina para reducir la molestia del sol del atardecer golpeándole la cara.
Los hombres se hacen pantalla con la mano que les queda libre y de
las que le cuelga el rebenque. Los perros cansados acompañan la
mansa marcha de los caballos y de vez en cuando salen a corretear
alguna liebre que disfruta de las últimas luces del día, que vuelve
a ponerse frío.
Llegan al galpón a la misma hora.
- ¿Qué pasó acá? Se incendió todo.-
El miedo invade al joven pulsador de botones que se encontró en el
galpón un escenario posapocalíptico. Ya no son la paredes de blanco
impoluto, no están las modernas computadoras ni los equipos de
mantenimiento de las máquinas de sembrar y cosechar, ni los tarros
de los compuestos que matan todo lo que no tiene que vivir. Está la
estufa, el fogón, la caldera de lata, las ollas y los cucharones; en
la pared cuelga una bolsa con galleta de campaña y más allá se
amontonan los jergones y los frenos y las sillas de montar. Hay unas
botellas de caña, un mazo de cartas y una bolsita con maíz para
apuntar, y algunos catres y hay olor a gente, a personas extrañas y
los perros, mugrientos, pulguientos, y caballos y unos hombres
barbudos que lo sujetan mientras se desvanece.
Original publicado en Quinto Día de diario El Telégrafo - autor: Marco Rivero - foto: Andrés Franco.