Eran
dieciocho asientos fáciles de contar: seis baterías de tres lugares
cada una. Al principio lucen amigables, pero al rato son tan cómodos
como una cámara de tortura y eso pone de mal humor a cualquiera. Y
para colmo sin WI-FI, obvio que tiene que ser sin WI-FI, porque en
las salas de espera que tienen WI-FI casi no hay interacción humana
directa y sin ella no hay historia.
-
Disculpe, ¿sabría decirme si ya llamaron al ochenta y tres?
-
Ja, bien igual, va en el treinta y nueve.
-
¿De qué letra?
- De
la jota, siempre va en la jota. ¿No sabía? Jota, jota, jota.
-
Percibo que le he ocasionado cierta incomodidad, disculpe.
-
Siéntese y espere, doña, como todos los demás.
En
la sala, además del joven de injustificables anteojos oscuros y la
mujer de unos cincuenta y siete años había apenas otras dos
personas. El revistero rebosaba de lecturas anteriores a mil
novecientos noventa y siete, tapas de revistas Gente, Caras, Tres y
una Condorito, la única que no había perdido actualidad, pero que
ya todos se sabían de memoria.
Cada
vez que giraba el pomo de la ancha puerta -desde detrás de la cual
se oían pronunciar nombres en sentido inverso- para aquellas
personas era como si se abriese la salida de una jaula.
La
mujer se sentó a tres lugares del muchacho de pocas pulgas, tomando
como referencia uno a la redonda de cada uno, como espacio personal,
y uno adicional, imprescindible debido al tono de las respuestas del
más joven de los interlocutores.
- Si
faltan tantos números, ¿cómo es que la sala no está llena?
Esta
vez ni siquiera le respondió, apenas hizo un gesto con los hombros,
respondiendo la pregunta y a la vez mostrando que no tenía el más
mínimo interés en responderla.
El
pomo giró, la puerta se abrió apenas y desde el interior se escuchó
“...senta, Martinelli, Indalecio”.
-
¿Que dijo?
-
Indalecio Martinelli. ¿Lo conoce?
-
No, el número…
-
...senta.
-
¿Sesenta o setenta?
-
¿Cuál es la diferencia si usted tiene el ochenta y nueve?- protestó
el joven, elevando un poquito más el muro.
-
Ochenta y tres.
Desde
el fondo del pasillo contiguo un hombre en camiseta llegó corriendo,
saludó con un “Buenas” y pasó la puerta sin escuchar respuesta.
- ¿Y
ese?
-
Martinelli, Indalecio, me imagino…
-
¿Pero, donde estaba?
El
dedo índice indicó el lugar de donde provenía el recién
ingresado.
- ¿Y
cómo se enteró que lo llamaban?
-
Miterio…
En
la siguiente media hora transitaron corriendo por el pasillo
Miraballes, Carolina; Da Silva Euclides y Terrabasto, Alfredo…
-
Parece que atienden uno cada diez minutos, más o menos.
El
comentario no despertó la mínima respuesta.
Al
cabo de otros cinco minutos comentando -¡Qué incómodas estas
butacas!- la mujer manoteó del montón una Caras con la foto de
Silvio Soldán y Silvia Süller, para improvisar un almohadón.
Desde
el pasillo esta vez llegaba el sonido de tacones golpeando a paso
menos apurado que el de los anteriores impacientes. A medida que se
acercaban se escuchaban más y más zapatos azotando las
resplandecientes baldosas color crema. Parecía un batallón
acercándose cansino al punto de reunión.
Eran
unos veinticuatro, por lo que algunos tuvieron que quedar parados
mientras los demás llenaban la sala hasta invadir el espacio
personal de quienes estaban de antes.
La
mujer recién llegada, a quien todos los demás acompañaban,
preguntó al joven de los anteojos negros.
-
¿Sabría decirme si ya llamaron al ochenta y tres?
El
joven explotó una vez más:
- No
se, no tengo idea, yo solo quería dormir un rato, pero se ve que acá
no va a ser posible.
Tomó
su mochila y se marchó de la sala, respondiendo con un gesto de
saludo a Betolazza, Cristian, que acababa de ser llamado desde atrás
de la puerta, y llegaba corriendo a la cita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario