jueves, 21 de septiembre de 2017

Cuento de fogata


El agente que recibió la llamada no daba crédito a lo que estaba escuchando y pensó que se trataba de una broma telefónica, como las que solían recibirse en las comisarías.
Hacía pocos meses que estaba en ese destino y todavía conocía poco de las historias y los personajes de la zona, pero sí había escuchado de un hombre que tenía la capacidad de hablar con los peces.
Hasta el momento de la llamada él y otros policías pensaban que solamente se trataba de una leyenda urbana, otros imaginaban que sería algún pobre desquiciado cuya psiquis pudiera haber sido alterada por el consumo excesivo de caña o alguna otra sustancia. Pero nadie creía que existiera en realidad una persona con la capacidad de comunicarse con los peces.
-¿Pero usted me está tomando el pelo?-, reprochó a quien se comunicaba con la oficina policial.
-¿Usted me dice que quiere denunciar la falta de un pez desde una zona específica del río en la que solían conversar?-
Decidido a poner fin al asunto el policía simuló tomarle la denuncia recibió del hombre las instrucciones precisas para llegar hasta el sitio desde donde supuestamente había faltado Horacio, un ejemplar de surubí, que podría llegar a pesar entre 12 y 14 kilos, bigotes largos y con un acento muy característico de la zona misionera desde donde decía proceder, lo que evidentemente motivó que el denunciante lo bautizara en honor a Quiroga, el escritor salteño.
Resultó muy difícil al joven efectivo explicar sus intenciones al comisario y convencerlo de permitirle usar la única camioneta disponible en la seccional para ir “a buscar un loco que habla con los pescados”. -Peces- acotó el agente, ya al borde de someterse a una sanción disciplinaria.
El caso es que con el apoyo de un veterano también hastiado de los malentretenidos que abusaban del teléfono y de la disposición al servicio de los policías, logró convencerlo de darse una vuelta por el lugar indicado, a ver qué veían. 

Foto meramente ilustrativa: en el Olimar no hay surubíes.


Luego de varios kilómetros bordeando el monte y vadeando cañaditas, llegaron al recodo de Gestido donde se encontraron una persona mirando hacia el centro del río.
Era un hombre flaco, alto, muy barbudo y de pelo largo desarreglado y ropas gastadas. Más allá un campamento donde apenas humeaban los restos de una fogata ya sofocada sobre la cual colgaba una olla que supo alojar los ingredientes de un guiso.
-Pensé que ya no iban a venir- los recibió el extraño sujeto. -Los iba a llamar de nuevo, pero me queda lejos el teléfono, tengo que ir hasta la casona donde estaba el almacén-.
El hombre explicó la extraña situación del faltante de su amigo, el surubí Horacio, al que no veía hacía ya una semana. De acuerdo con su declaración, tomada por el mismo agente que atendió la llamada a la seccional, el animal se había ido sin despedirse, lo que a juicio del denunciante daba lugar a interpretar que podría tratarse de un caso de pescar furtiva o un vil secuestro express, en busca de una recompensa.
Los policías se miraron entre sí y profesionalmente aguantaron una carcajada que les brotaba desde lo más íntimo de su incredulidad. Asintieron a la vez en señal de complicidad y escucharon por casi una hora las historias más increíbles sobre el sujeto y el surubí.
Cuando advirtieron que la tarde se moría decidieron que uno de ellos permaneciera en el lugar junto con el hombre, para cerciorarse de que no consumiera ninguna cosa rara y que el otro regresara a la dependencia para devolver la camioneta y al otro día volviese con el médico para examinarlo.
Así pasaron la noche conversando, el hombre explicó que había sido un profesor que un día paseando por el río escuchó una voz que lo llamaba. Aquel pez de conversación tan amable lo conquistó y ya no se pudo alejar del lugar. Abandonó a su familia y se instaló, viviendo de lo que le daba el monte. Cada media hora el hombre se alejaba de la fogata, se arrimaba a la orilla y gritaba -!Horacio, volveeeee!- Y nada.
Al día siguiente regresó la camioneta. Le aplicaron una inyección y marcharon con él hacia el hospital acostado en el asiento de atrás.
El agente quedó para cuidar las cosas del indigente mientras volvía la camioneta a buscarlas. Cuando ya el vehículo se perdía en el horizonte el policía escuchó una ronca voz que le dijo -Te quería agradecer, ya no sabía como sacarme de encima a este plomo, mi nombre es Horacio, mucho gusto-.

* (Publicado en suplemento Quinto Día de El Telégrafo en abril de 2016)

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