jueves, 30 de agosto de 2018

La Calesita


La flor roja en el sombrero blanco que coronaba su oscura y brillante cabellera la distinguía de todas las demás en aquel café. Era la clave acordada. Siempre llego antes que ellas a mis citas a ciegas, supongo que es porque eso me da ventaja estratégica, cuando la vi entrar al salón detecté su nerviosismo, quizás fuera su primer encuentro de este tipo, y bueno, yo no soy un gran experto, pero tengo algunas historias para contar.

Sus ojos de azabache escaneaban las mesas en derredor, cuando llegó a mi sector levanté mi clavel en la mano. Su rostro se iluminó, lo que veía colmaba sus expectativas. Lástima no poder decir lo mismo...

— ¿Jorge?

— Si, Silvana, soy yo. Tomá asiento y pidamos algún aperitivo, si te parece...—

No terminaba de sentarse cuando mis ojos se abrieron en toda su plenitud.

— Silvana, por favor no te muevas y tratá de no mostrarte sorprendida.—

— ¿Eh? ¿Qué te pasa? — me preguntaba mostrándose sorprendida mientras veía como yo me sumergía debajo de la mesa.

— Disimulá, disimulá—

— ¿Pero estás bien? Decime algo.

— Ahora parate y empezá a caminar hacia la otra salida, yo te voy a seguir. Alcanzame el saco.

Salimos lo más discretamente posible y apenas ganamos la vereda la invité a correr hacia el callejón. Una vez allí traté de explicarle.—

— Es que justamente entraron al lugar los chicos malos de O'Brien.—

— ¿Y?—

— Nada, es una vieja deuda que parece que tengo con ellos y no paran de perseguirme. Olvidé que este bar está en su territorio, pero pidamos un taxi y vayamos a otro lugar para poder conversar más tranquilos.—

Así lo hicimos, 20 minutos más tarde ella me tranquilizaba diciéndome que no me preocupara, que fuese lo que fuese se podría resolver. Ese gesto me conmovió, no lo esperaba, de hecho pensaba que huiría de mi lado a la primera oportunidad.



— Mi padre tiene contactos en el Ministerio de Seguridad, si ellos andan en algo ilícito podríamos encontrar una solución —, me decía mientras nos sentábamos en la mesa de un restaurante bastante menos elegante que el primero.

Deberían haber visto su cara cuando me vio de nuevo escondiéndome nuevamente bajo la mesa. Esta vez asumió que no debía escandalizarse y me interrogó en voz baja.

— ¿Qué pasa Jorge? ¿Otra vez los muchachos de O'Brien? ¿Nos siguieron? ¿Nos habrá vendido el taxista?—

— No, no, no, esta vez son los de la banda de O'Ryley. Tuvimos algunas disputas en el pasado.—

— ¿Nos vamos sigilosamente?—

— Si, por favor.—

La siguiente parada fue en una pizzería de la zona de la costa, a pesar del frío nos sentamos en una de las mesas de afuera, para facilitar la evasión. Sorpresivamente ella se mostró aún más comprensiva.

— Entiendo que puede estar atravesando algunos problemas financieros, mi familia dispone de algún capital, además conocemos buenos abogados que podrían ser de ayuda...—

Ella se cortó abruptamente cuando una vez más me vio eclipsándome detrás de la mesa.

— Bueno, a ver, contame de quién te escondés ahora...—

— Son los pandilleros de O'Donnell, con quienes...—

— Vo, paraaaa, siempre te endeudas con irlandeses, que monotemático. Lo que podemos hacer es escaparnos hacia Melrose town una temporada y dejar que se encarguen los profesionales.—

— No, no, en Melrose está la pandilla de Chico Pérez, que también me sigue por una diferencia de números.—

— Entonces...— — No sé que voy a hacer... si querés podés irte, vos no tenés nada que ver con mis problemas...—

Ella miró al cielo un instante, sonrió, volvió a mirarme...

— Jorge, ¿vos no estarás haciendo esto porque no te gusté y no te animás a decírmelo, no?—

— Si.—

jueves, 23 de agosto de 2018

Tensión en el corral de las corderas corriedale


El facón de Enrique quería sangre y no paraba de buscarla abriendo el aire de un lado al otro. La sangre de Osvaldo no hacía más que apartarse del filo deambulante, su envase casi no atacaba, esperando que quizás alguien detuviera esa pelea o hubiese algún tipo de límite temporal. Esa pelea solo tenía un final posible.
El último de los 25 centímetros de la hoja acerada desgarró la tela de algodón una vez más, en la piel solo un rayón que no llegó a abrirse, pero cada vez le costaba más apartarse del camino, esquivar los enviones de contrincante. Sentía las piernas agarrotadas por aquel ballet de la supervivencia, la mandíbula la tenía desencajada de la tensión que masticaba y el filo de nuevo venía por él.
Osvaldo no provenía del campo, durante su infancia apenas había montado una o dos veces a caballo, tres si contaba el paseo en los pony del parque del río Olimar, estudió electrónica en su adolescencia, pero la frustración del desempleo y la idea de un cambio radical lo llevaron a instalarse una temporada en Mendizábal, en la casa de su padrino, encargado del establecimiento de unos brasileros adinerados que después de comprar jamás volvieron a ir. Allí, en la tierra de Dionisio, aprendió lo más elemental de las tareas rurales y se entusiasmó de atardeceres, del canto de los pájaros y la vida al aire libre. A pesar de las extensas jornadas el olor de los arazás maduros es infinitamente mejor que el del estaño perdiendo la forma con el soldador.
Pero esa día solo quería volver a la soledad y a la dudosa rentabilidad de su taller de la calle Figueroa, donde todo contacto con las demás personas estaba limitado por el ancho mostrador que coronaba la vitrina donde guardaba dos o tres tubos de 14 pulgadas que ya habían abandonado toda esperanza.
— ¡Que te levantes, cagón!
La voz grave de Enrique lo trajo de nuevo a la realidad, que lo encontró desparramado en el pasto raído del corral de las corderas corriedale, rodeado de los desperdicios aceituniformes de las cuadrúpedas. 


La distracción le había costado un tajo, el acero inglés de Enrique había abierto un surco y la sangre brotaba.
— Vendate con la manga de la camisa y parate de nuevo, mimoso.
Arrancó la manga desde el hombro y envolvió la herida cuán lento como pudo. Comprendió que no había forma de salir de este enfrentamiento vivo o con algo de dignidad. Si después de aquel tajo lo suficientemente aleccionador aquel gaucho quería seguir cortándolo era porque no iba a parar.
Perdido por perdido, pensó, tomó la cuchilla de acero inoxidable que le había pedido prestada al cocinero, y se puso de pie. En sus ojos seguramente Enrique vio el brillo de los ojos de la fiera cuando está acorralada, la mirada del que sabe que no hay nada más adelante y se dio cuenta que quizás ahora sí tendría rival.
Con un movimiento en el aire la Tramontina pasó de la zurda a la diestra y tomada al modo de un puñal.
No hay más allá, en dos o tres movimientos esa historia tendría que terminar.
Se miraron y giraron en silencio. El resto de la peonada observaba inmóvil desde el alambrado el desenlace. Hubieran apostado, pero todos iban a ir por Enrique, así que no tenía gracia.
En las filosas hojas se reflejaban los tonos cobrizos de las últimas luces de la tarde que moría y que quería llevar consigo el último aliento de uno de aquellos hombres. El que avanzó fue Enrique. El brazo derecho desplegado en toda su extensión quiso meterle la hoja completa por la panza. Osvaldo adivinó la intención y lo esquivó in extremis cual torero, giró sobre sí mismo y hundió su filo en la paleta del adversario, que se desplomó pesadamente en el centro del cuadrado.
— ¡Lo maté! dijo, mirando hacia los del alambrado, que casi le sonrieron mientras sacudían la cabeza en negación.
Detrás suyo la mole se levantaba y venía por más.
— Date vuelta, charabón.
Cuando Osvaldo giró no fue un filo lo que lo alcanzó sino el impactó sólido del puño en el mentón, liberando toda la tensión acumulada, el sacudón del respeto bien ganado en el campo de batalla.
— Esta vez vivís, andá nomás; pero que no vuelva a pasar que nos agarrás la tele cuando está jugando el Barcelona.

Por Marco Rivero - publicado en Quinto Día, de El Telégrafo

jueves, 9 de agosto de 2018

El último cambalache

Para irrespetuosas la vidriera del Tremendo Socotroco, comercio de Ubaldo Barriola. En el lugar coexistían piezas de fina cerámica inglesa, cuchillería criolla y alemana, talismanes de plata incaicos, juguetería china de la más baja calidad, instrumental de rehabilitación médica, todo tipo de herramientas de las más afamadas marcas brasileñas y estadounidenses, soportes y protección para todo tipo de aparatos electrónicos, el más exquisito mobiliario en maderas nobles de la Europa central, todos los talles de pañales, lubricantes para motor, equipamiento deportivo para todas las disciplinas olímpicas y un sinfín de otros imposible de detallar, como dicen los avisos de los remates.
Ubaldo hacía alarde del stock de mercadería de su negocio y hasta tenía una promoción, si alguien no encontraba en su comercio algún artículo que hubiese visto en cualquier otro de la ciudad le pagaba la compra al cliente.
La gente iba allí segura de que conseguía lo que necesitaba, tanto que tenía todos los modelos posibles de los termos de acero inoxidable y llave de reemplazo para cualquier tipo de candado. Lo único que había que tener era la paciencia suficiente para probar todas las que existían.
A quien no le iba tan bien era a Estanislao “Mejicano” Nedved, propietario del bazar que por nombre repetía el apodo de su dueño y que era competencia directa, al menos en algunos de los rubros, del comercio de Barriola. Y una de las razones era justamente que la gente cuando iba al Socotroco no necesitaba ir a ningún otro lado, en cambio si compraba algo en El Mejicano, después tenía que ir por el taller de Mancusso y por la tienda “Primeras Nupcias”, atendida por Julio y Emilia y que vendía todo tipo de ropa para hacer deporte. Es válido aclarar, para no caer en malas interpretaciones que la tienda sufrió un cambio de rubro cuando pasó de manos de su fundador Eusebio Melindrone a sus dos hijos.
El caso es que Estanislao estaba dispuesto a demostrar que no era posible que en el Socotroco se encontrara cualquier cosa existente en el universo, por eso se contactó con Mancusso y los Melindrone para buscar la forma de derribar ese mito.
Decidieron que cada uno invertiría en la adquisición del artículo más caro y exclusivo que se pudiera encontrar dentro de su respectivo giro y luego irían a pretender comprarlo al cambalache de Barriola.


Así los Melindrone trajeron un sofisticado traje de micro neopreno con nanoincrustaciones de selenio cristalizado diseñado para emplearse en el buceo deportivo. Mancusso adquiriría un radar de superficie con referenciador de GPS y controlador automático de estacionamiento laser, que permitía detectar en cinco manzanas a la redonda el mejor lugar para estacionar y proyectar un holograma de un vehículo ocupando el espacio hasta que se llegara al sitio para que el auto se ubique solo. El Mejicano se trajo un robot que por sí solo se encargaba de todas las tareas domésticas, desde hacer las compras, cocinar, fregar los trastos y bañar a las mascotas.
El plan era que cada uno de ellos fuera al Socotroco a buscar lo que había en el comercio de otro de los complotados.
Julio Melindrone fue a buscar el radar, Mancusso el robot multiuso y al Mejicano Nedved, aún viviendo a más de 2000 kilómetros de la costa más próxima, se le antojó el traje de bucear. Cayeron prácticamente juntos, porque todos querían ver la cara que ponía Barriola cuando le hacían los respectivos pedidos.
Mancuso le describió con lujo de detalles el androide y ante la duda planteada por el consumidor sobre si realmente era posible que existiese tal cosa el tallerista le indicó que venía de ver uno en el comercio de Nedved.
Barriola en el aire se dio cuenta de la jugada y reaccionó.
-Ah, si, muchacho, ya me doy cuenta el modelo que decís. Tengo uno en el depósito, ya te lo envuelven.
Y así fue atendiendo a los demás y prometiendo que en pocos minutos les alcanzaría la mercadería.
Al cabo de una media hora aparecieron los empleados con los artículos. Cada uno de ellos adquirido a crédito por los colegas, aún sin entender mucho qué estaba pasando.
Una vez afuera del comercio se reunieron a tratar de desentrañar cómo había sido posible que el Socotroco tuviera todo aquello.
Melindrone no pudo ocultar la molestia por el fracaso de la operación.
- Toda esta inversión para nada, lo único que espero es que me devuelvan los 60.000 dólares que me costó este traje.
- Paraaaaa, paraaa, cómo que 60, si el viejo a mí me lo cobró a 100.
- Epa, y vos cuanto pagaste el robot.
- También 100.
Así comprobaron que Barriola no solamente había salido bien parado en la prueba a su estrategia de marketing, también se había hecho de un buen dinero en el proceso.

Autor: Marco Rivero - publicado en Quinto Día, de El Telégrafo.

jueves, 2 de agosto de 2018

Los límites de la paranoia

“El director del FBI tapa la cámara de su computadora con una cinta adhesiva”. El título de la noticia en la página de la BBC lo sorprendió. No era la primera vez que oía hablar de la vulnerabilidad informática y el espionaje, pero que el mismísimo director del FBI tuviera que tapar la camarita le pareció un exceso a todas luces. Así que decidió llamar a Mónica, su prima, una experta en seguridad informática a ver si se podía tranquilizar un poco.
— Escuchame nena, estamos regalados, se nos terminó la privacidad. Yo ya tapé la camarita con cinta también, no vaya a ser que me anden mirando la cara que pongo cuando entro a mirar todos en Instagram.—
— No, Gonza, tranquilizate, mirá que no es tan así como dicen, en realidad no creo que a vos te vayan a andar espiando, como si tuvieras algo interesante que sacarte.—
— Mirá, no sé, yo por las dudas no pongo la tarjeta de crédito ni de débito en ningún lado y estoy pensando en solamente usar el teléfono fijo para hablar.—
— No, pero mirá que no pasa nada.—
— No pasa nada no, pasa sí, si el otro día me dijeron que el Facebook y el Instagram escuchan lo que vos conversas cerca del teléfono con otra gente, para conocer las cosas que te gustan y poder venderte más. ¡Es una persecución!—
Contemplando el grado de paranoia que su amigo parecía estar alcanzando a Mónica le propuso llevar las cosas al un nivel superior.
— Gonza, ¿te acordás de Julio? Mañana vamos a ir a verlo. Te paso a buscar a las 5 y media, pedite el día libre que nos vamos al campo.—
— ¿De la mañana?—
— Si, claro, por supuesto. Traé mate y compramos bizcochos a la salida, pero eso sí, no traigas el celular, ni la computadora ni ningún artefacto electrónico.—
Gonzalo conocía muy bien el auto de Mónica, un modelo 2014 con todo lo que tiene que tener en comodidades y seguridad para irse de paseo al campo, por eso no comprendía por qué estaban haciendo el viaje en la modesta Brasilia del 78 de su madre.
— Ahora cuando tomemos el camino vecinal y salgamos del alcance de la tecnología te lo explico— le dijo, develando la incógnita, por lo que no fue necesario volver sobre el tema.
Gonzalo no tenía idea de donde se encontraban. Una vieja escuela del plan gallinal reconvertida en el Hostel Los Brujos fue el destino del viaje. Desde la penumbra, por encima del reverso de un libro abierto asomaron los enormes lentes de Julio.
— Mónica, ¿revisaste que tu acompañante esté limpio?—
— Si, Julio, sabés bien de bien que siempre me cercioro de todos los detalles. Él es Gonzalo y está preocupado porque piensa que su celular lo está espiando.—
— Ah, así que piensa que su celujajajajajaJAJAJAJAJA!!! Ahhhh. Si, es cierto.—
— ¡Lo sabía, estaba seguro!—
— Bueno, no se emocione tanto, que lo que yo estoy tratando de hacer es probarlo.—
— ¿Cómo?—
— Ahora vamos a ir hasta un cobertizo, jajaja, mentira, es un galponcito, pero me encanta como suena “cobertizo”… Es como de los western. En fin. Vamos a ir y ustedes me tienen que seguir el diálogo. Seremos un grupo de guerrilleros que planeamos un ataque a un objetivo militar extranjero en la capital, y estamos negociando con fuerzas radicales la compra de armamento. En el cobertizo (le hace una guiñada a Gonzalo) habrá tres celulares, uno encendido, otro apagado y el tercero además sin su batería. Nuestro contacto se llama Antonio Alejo Zubizareta, no pero es más que un personaje ficticio.—


Durante las siguientes tres horas estuvieron en el húmedo y oscuro galpón planificando la forma de hacer volar por los aires una embajada en Montevideo, especulando sobre los costos del operativo y reclamando el asesoramiento de Antonio Alejo Zubizareta. La noche encontró a Gonza y Mónica en aquellos apartados parajes, a la tenue luz de la luna y no se precisó nada más, la tensión entre ambos llegó al punto que tantas veces habían postergado.
— Me siento culpable, Gonza, pero es que no sabía como hacer para traerte, y la excusa de la paranoia tuya me vino bien. Te tenía muchas ganas, hace tiempo.—
— Y yo te lo agradezco, nunca me hubiese animado a dar el primer paso, te confieso.—
Pasaron la noche en una de las habitaciones del Hostel, abrazados, alumbrados por la luz de la estufa, que se fue consumiendo de a poco, a diferencia del calor.
Aplazaron el momento de despertarse todo lo que pudieron, en realidad iban a seguir, pero los sobresaltó el llamado de Julio.
— ¡Vengan ya, pero ya mismo! En el mostrador lo tengo a Zubizarreta. Nuestro contacto ficticio.
Un señor semicalvo, canoso, de unos 60 y algo, con rostro de preocupación nos esperaba.—
— Ahora sí, Antonio, termine de contar…—
— Buenos días. Soy Antonio Alejo Zubizarreta, y como le decía a Julio, en los últimos meses Facebook y Booking no han parado de recomendarme venir a este sitio, e incluso lo han hecho con generosos beneficios, así que salí en la antevíspera desde Madrid, ayer llegué a Montevideo y heme aquí…—
Los tres se miraron con asombro, por fin estaba sobre la mesa la prueba que necesitaban sobre el espionaje, pero nada pudieron hacer, porque esas fueron sus últimas miradas antes de la explosión del misil.

Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre Brasil y Uruguay para evitar migración “vermelha” desde Cuba y Venezuela

BOLSONARO FIRMARÍA DECRETO POCO DESPUÉS DE ASUMIR Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre  Brasil  y  Uruguay pa...