sábado, 26 de mayo de 2018

La historia en una guitarra


“ADQUIERE COLECCIONISTA RIOJANO HISTÓRICA GUITARRA DE OLAZÁBAL”
El título en la página del matutino de la capital La Rioja llamó la atención de Adhemar Bengoechea, rematador y coleccionista de la pequeña ciudad entrerriana de Federal.
- Estela, mirá la foto, estoy seguro, más que seguro que hace pocos días vendí una guitarra igualita a esta, sin la cinta roja ni la firma de Octavio Olazábal, pero idéntica.-
- Ajá-
- En serio, te lo juro, yo no te puedo creer que haya vendido la guitarra de Olazábal, que la tuve como un mes y medio en el remate y no me di cuenta. Pensé que era una guitarra cualquiera, si me la trajo el “Ruso” Perdomo, estaba toda desvencijada y se fue en 150 pesos.
- Ajá-
- Pero no te das cuenta, acá dice que la acaba de comprar un tipo en La Rioja a 50.000 dólares.
Bengoechea se fue a la biblioteca a buscar en los diarios de los años 50 y 60 fotos de las veces cuando el aún joven Olazábal llegó a la ciudad para la primeras ediciones del viejo Festival del Chamamé.
Por supuesto que los documentos estaban muy borrosos y no permitían apreciar con mucho detalle la guitarra, lo único que se distinguía era la cinta de tono oscuro, probablemente punzó.
Bengoechea rastreó y encontró al coleccionista riojano. Cuando se comunicó al teléfono se sorprendió.


-Si, soy yo. No me diga nada, a usted también lo embaucaron…-
- No, no, ¿por qué lo dice?
- Es que desde que salió ese artículo en el diario ya van 8 personas que se comunican conmigo. A cada una de ellas les vendieron la misma histórica guitarra de Olazábal.
- No puede ser, pero usted la tiene, yo ví la foto.
- Todos tenemos una guitarra. Yo hice certificar la firma de Olazábal por un perito antes de hacer el giro. La rúbrica es auténtica. Las 9 lo son.
- ¿Quién se la vendió? ¿Cómo era?
- A decir verdad no tengo idea, hicimos el negocio por whatsapp, desde un número de teléfono que no da tono de llamada. La guitarra me llegó por correo postal y en la agencia de Buenos Aires donde se mandó no recuerdan la cara de quien hizo el envío, con un nombre falso, según la Policía.
En los días siguientes continuaron apareciendo nuevas guitarras históricas de Olazábal: en Salta, en el Chaco, en Jujuy, en San Luis, en Mendoza, en Santa Cruz, en Paraná, en Rosario. Ya había una en cada provincia, excepto Misiones y Tierra del Fuego.
A Bengoechea se le ocurrió que quizás si el colega riojano fuera a una de las provincias que faltaban y él a la otra, pudieran poner al descubierto a quien está detrás de la maniobra, pero el otro decidió que ya no perdería más dinero en el asunto, así que siguió solo. Durante los dos meses siguientes no aparecieron nuevas guitarras. A pesar que en un principio el asunto no le había despertado el más mínimo interés, fue la propia esposa de Begoechea quien le sugirió una forma de llegar hasta el timador.
- ¿Y por qué no hablás con el mismo Olazábal?
- ¿Cómo? ¿Ese hombre está vivo?
- Claro que si, tiene como 90 años, vive en Mburucuyá, Corrientes, son como 450 kilómetros de acá.
- ¿Y vos cómo sabés todo eso?
- Porque hace poco tiempo lo entrevistaron en Argentinísima satelital.
- Por lo menos es más cerca que Tierra del Fuego- suspiró
La vivienda de Olazábal era poco más que una choza. El anciano folclorista, que recibió al visitante ofreciéndole un mate, luego de escuchar con atención el relato de Bengoechea el músico recordó la visita de aquel hombre con acento uruguayo, que se mostró tan interesado y que al despedirse le pidió que le autografiara algunas guitarras para regalar entre sus familiares.
Conversaron durante largas horas sobre la cultura latinoamericana, la pérdida de valores en la sociedad, la necesidad de volver a la raíces, de qué hubiera sido de aquella tierra si hubiese triunfado el modelo artiguista y lo nefasto del centralismo porteño.
Antes de retirarse Bengoechea recibió de manos de un conmovido Olazábal la auténtica antigua guitarra histórica que paseó por el continente de festival en festival, con su rúbrica y el característico lazo color rojo punzó.

jueves, 17 de mayo de 2018

La comunidad del churro


El tedio se transmitía a las moléculas de la fritura. La masa crepitaba con desdén en el infierno de aceite en el que se zambullía al impulso de la manivela que Horacio giraba con el ademán mecánico de siempre, pero más lento. Había sido una tarde demasiado tranquila a pesar que el clima otoñal convidaba a dar una vuelta por la plaza y comprarse unos churros y acompañar el mate. Apenas había alcanzado a vender un par de docenas, que no cubrían la cuota diaria, y se disponía a empezar a apagar, cuando llegó una clienta.
La mujer pidió dos churros rellenos con dulce de leche, entregó un billete grande para realizar el pago y se fue sin esperar su vuelto. Horacio dio un pique y la alcanzó, pensando que tal vez había sido un momento de distracción.
— No, no, está bien así —
— Pero mire que me dio mil pesos —
— Fíjese bien y va a ver que así está muy bien —
El churrero volvió la vista hacia el papel moneda y en el reverso encontró una inscripción: “véame a las 19:00 en el baldío de avda. Brasil y Monterroso”. Cuando intentó preguntarle de qué se trataba ya no la encontró, se la había tragado la tierra.
Hasta el último momento pensó en no ir, pero la curiosidad que le generó aquella situación terminó pesando más. 


 Una silueta que se acercaba por la vereda lo invitó con un gesto a entrar en el terreno, en cuyo suelo se desparramaban escombros, bolsas de basura, envoltorios multicolores de las más variadas golosinas y una increíble diversidad de yuyos y malezas. Siguieron hasta una puerta al fondo. La mujer goleó siete veces en una secuencia muy recordable, una mirilla se abrió y luego la puerta. En el interior se le descubrió un salón casi de lujo, con numerosas sillas ordenadas alrededor de una alfombra escarlata con un círculo en su centro.
Cruzaron la sala y llegaron hasta una oficina en la que una persona esperaba sentada en una silla giratoria.
— Horacio, bienvenido —
— Gracias, ¿pero qué es este lugar? —
— Es la casa de tus colegas —
— ¿Ustedes venden churros? —
— Efectivamente. Somos una organización que nuclea vendedores de churros. —
— ¿Como un sindicato? —
— ¿A usted le parece esta una sede sindical? En realidad hacemos un poco más que eso. —
— Como una secta o algo así… —
— Algunos nos dicen así, otros nos dicen logia, sociedad secreta, nosotros preferimos decir que somos gente que se conoce y se ayuda entre sí. —
— ¿Como un club de churreros…? —
— Si le resulta cómodo puede decirlo de esa forma. —
— ¿Ayudarse cómo? —
— Bueno, considere Horacio que mucha gente importante comenzó vendiendo churros para pagarse sus estudios. Eso a la larga nos ha permitido acceder a ciertos privilegios a la hora de resolver todo tipo de problemas. Por ejemplo en el estado tenemos gente en prácticamente todos los ministerios y las empresas públicas. Cuando uno de nuestros “socios” (hizo el gesto de las comillas con los dedos) necesita una solución podemos recurrir a ellos.—
Horacio sacudió la cabeza como tratando de despertar de un sueño muy raro, pero seguía en el mismo lugar. El hombre continuó hablando de las bondades de aquel club, de lo que sabían de él y le ofreció sumarse, ocupar el lugar que recientemente había dejado vacante Obudlio, un veterano churrero que se había jubilado con grandes beneficios gracias a la intervención de la sociedad, ahora radicado en una isla del Caribe.
Las condiciones para sumarse al club eran algo exigentes para los ingresos del churrero promedio, -la cuota de 3000 pesos mensuales le vendría agregada en la factura de teléfono- pero los beneficios prometidos lo justificaban. Luego de la entrevista recorrieron en el auto del líder del grupo las zonas parquizadas de la ciudad saludando a los churreros.
— Tiene 24 horas para darnos una respuesta, caso contrario interpretaremos que no le interesa y no volverá a saber de nosotros.—
En ese momento, por temor o vaya a saber por qué, Horacio no contestó nada y se no se dio cuenta que no le habían indicado ninguna forma de comunicarse con la organización. En los días siguientes fue una y otra vez hasta el baldío, repitió en la puerta la secuencia de golpes y nadie apareció, aquello estaba tan vacío como antes de esa tarde. Salió a recorrer en su bicicleta las plazas y a hablar con los churreros de la ciudad pidiendo datos sobre cómo contactarse con la sociedad secreta y de todos ellos recibió por respuesta una gama de expresiones que fueron desde el desconocimiento del tema hasta la duda sobre su cordura.
El único dato que le confirma a Horacio que no soñó todo aquello son los 3000 pesos que gustosamente paga todos los meses con el consumo de teléfono. 


Publicado en suplemento Quinto Día de diario El Telégrafo.
Autor: Marco Rivero.
Foto:  www.heraldo.es/noticias/gastronomia/2014/10/03/freir_chocolate_con_churros_313965_1311024.html

jueves, 10 de mayo de 2018

Hay que saltar



En la absoluta oscuridad del galpón el caballo se inquietó al escuchar los pasos acercándose a la caballeriza.
—Aguante amigo que nos vamos para esos rocanroles— lo tranquilizó, susurrando, mientras descolgaba uno de los frenos con riendas negras, adornadas con tachas relucientes, desde el clavo en una de las vigas de madera.—
Pasó la puerta y le empezó a acariciar el lomo, como hacía todas las mañanas.
— Yo sé que está preparau para la carrera, pero esta noche me tiene que hacer el aguante, amigo— lo conversó mientras lo enfilaba hacia la puerta.—
— ¿Adonde piensa que va el mozo con ese parejero?
— Don Jacinto, buenas noches. Es que el pingo estaba un poco nervioso esta tarde y don Eustacio lo iba a sacar a tomar aire.
— Pero usté debe pensar que uno es abombau. Se está robando el caballo, el favorito para ganar mañana la copa de plata. El patrón me encomendó a cuidarlo porque sospechaba justamente que alguno le iba venir a perjudicar el negocio. Vaya soltando esas riendas o lo quemo.—
— Está bien, está bien, m’iba llevando el caballo, pero no es lo que usté cree.—
— Y qué es, ¿mocoepavo?—
— Me lo estaba llevando para ir al pueblo, a ver el rocanrol en el anfiteatro.—
— ¿A ver qué?—
— El rocanrol, hoy está la ‘Trosky’.—
— Pero habrá salido maricón el mozo. No le digo yo que en esa escuela agreria no le enseñan nada produtivo. Deje ya ese ejemplar, hágame el favor.
— Ta bien, ta bien, lo dejo.
Enroscó las riendas en la mano y amagó acercar el equino hacia el lugar de donde lo había retirado, pero aprovechando que tenía más velocidad de reacción que el viejo dio un salto, quedó montado y salió hacia la portera como una exhalación.
El viejo dio aviso en la casa lo más rápido que pudo y se organizó rápidamente un operativo para darle caza al ladrón.
Miró la hora en el celular, eran casi las ocho y media. Había calculado que Trotsky Vengarán no iba a subir antes de las once de la noche. Iba a llegar, si acaso, con poco margen para comprar la entrada y mandarse para el anfiteatro. El plan original incluía un cambio de ropas por el camino, para estar más a tono con el entorno, pero en esas circunstancias era riesgoso distraerse en detalles.
Calculó que lo iban a estar esperando en el camino que sale a la estación y acertó. Allí había dispuesto Eustacio Villegas Toja un piquete con orden de abrir fuego pero sin apuntar al jinete, por miedo a que pudiera resultar impactado el animal.
— Jacinto, ¿dónde dijiste que iba este malagradecido de Servando?—
— Iba para la fiesta esa del pueblo, la de la Cerveza—
— Será abombau, digale a los de Molina que lo esperen en la puerta y que lo saque del pescuezo. Que me lo traigan enterito, que yo me encargo.

  Servando esquivó el piquete metiéndose por el camino que da la cascada del Queguay, por allí cruzaron a nado alumbrados por la luna, ya bastante alta. El desvío le robó tiempo, pero sabía que iba a recuperar porque lo conocía bien de bien al Pankpero, como él mismo había bautizado al caballo más rápido de la zona, invicto en nosecuantas carreras en las que él lo había conducido. Eran uña y carne, una sola persona, un solo animal, desafiando al galope el camino polvoriento hacia las luces de la ciudad.
— Allá está Constancia, vamos a llegar bien de bien, negrito—
El zaino resoplaba pero no aminoraba la marcha, no habría forma de que su amigo se perdiese ese concierto. Pasó volando por los puentes de los San Franciscos y agarró la cortada hacia Avenida de las Américas al amparo de la oscuridad y se metió a la ciudad por la Roldán vieja. Sin nadie que lo persiga se mandó por número nueve hasta la Costanera y allí se dispuso a dejar atado en unos matorrales atrás de la planta emisora aquel caballo que desde chico había escuchado decir a Don Eustacio que iba a terminar valiendo un millón de dólares.
Desde el Anfiteatro ya se empezaban a escuchar los primeros acordes de la banda y Servando, caminando hacia la puerta tarareaba “desde el cerro... al parque Central… los muchachos… no pueden parar...”.
Pensó que ya no habría obstáculo que se interpusiera entre él y el concierto de su vida. La banda había venido muchas veces antes a Paysandú, pero siempre se le complicó para largarse desde el campo, pero ese año se había jurado que iba a estar a como diera lugar. Cuando iba ya sacando la billetera para hacer la cola en la boletería se percató de la presencia de los perros de Medina. Atinó a sacarse la boina para no facilitarles tanto y se arrimó a la ventanilla cabezagacha, llegó a pedir una para el predio y otra para el anfiteatro y sintió abajo de las costillas la punta apoyada del cuchillo.
— Vámonos, Servando, hasta aquí llegaste.—
Matías lo había conocido en la escuela agraria. Había intentado alejarse de la falopa yéndose al campo y la experiencia duró apenas tres meses, pero en ese tiempo le había enseñado a Servando mucho de lo que sabía del rocanrol, incluso algunos compases en la guitarra criolla. Era el responsable directo de que él estuviera allí, resultaba paradójico que fuese él quien lo detuviera.
— Matías, el caballo está atrás de la antena de la radio. Es todo tuyo, el patrón dice que vale mucha plata, sacalo y andate con él. Después que termine la ‘Trosky’ yo me entrego solito. Solo vos sabés lo que esto significa para mí.—
— Están todas las entradas vigiladas, vas a tener que saltar el tejido.—
El joven citadino lo miró, lo abrazó y le hizo estribo para que pudiera pasar por encima del alambrado por atrás del parque.
El caballo estaba justamente en el lugar donde le había dicho, todavía agitado por la corrida.
Se arrimó despacito y cuando lo desataba las balas los empezaron a atravesar de lado a lado. El caballo cayó primero, él se desplomó sobre el costillar y sintió el calor y el sonido de los latidos apagarse.

Por Marco Rivero - publicado en Quinto Día, suplemento de El Telégrafo.

jueves, 3 de mayo de 2018

El espía


-Todos tienen algo que ocultar, incluso John Lennon-, me dice, citando al título de aquella canción del Maraviya, cuando lo contacté para tratar de recuperar mi perrita Coker, aparentemente secuestrada (dejaron una nota por debajo de la puerta diciendo que si la quería volver a ver iba a tener que pagar 250 pesos).
Esas reflexiones escondidas que solía hacer iban bien con su aspecto de jubilado del rock and roll. Aquella chaqueta de cuero, de asombrosa versatilidad, según los accesorios con que la rodeara le permitían ser un pasivo alimentando palomas en una plaza, un taxista, un almacenero (quiosquero, carpintero... varias cosas más que terminan en “ero”, se entiende), pero también un pescador, un político barrial, en fin, lo que quisiera. Eso iba bien con su negocio: la investigación privada.
Dentro de esa campera, tan aparentemente inofensiva, el hombre escondía una multiplicidad de artilugios, tenía más herramientas que las famosas navajas suizas. En un bolsillo unos lentes con visión infrarroja y zoom óptico de 36 aumentos, con la salvedad que parecen simples lentes de leer, multifocales. También lleva colgados del cuello unos lentes comunes y silvestres, para ver de cerca. En uno de los bolsillos superiores lleva además un comunicador digital a prueba de rastreo, inmune a la detección a través de las redes Wi-Fi e irreconocible por los satélites GPS, nombre clave: Motorola C-115. -Y tengo dos más en casa en la cajita para cuando este se me rompa, cosa que dudo-, agrega sacudiendo con firmeza el dispositivo.

Foto: Andrés Franco.
 En uno de los bolsillos de abajo lleva doblada una revista de sopas de letras y autodefinidos con dos agujeros separados por la misma distancia que tiene entre sus ojos. En el otro la novela de Aurelia S. Williams Ensayo sobre la vigilancia. -Siempre conviene andar con el manual-, explica. Pensaba yo (al igual que la crítica) que ese libro en realidad no había sido de gran aporte, pero parece que en el ambiente detectivesco estaba muy bien ponderado, en fin.
Nunca supe su nombre, se negó rotundamente a mostrarme una identificación cuando tras preguntarle me evadió burdamente en tres oportunidades con Anthonio Quinn, Santiago Connery y Carlos Daniel Magnum. No insistí más.
Sin llegar a convencerme del todo de su efectividad (y a falta de mejores opciones) decidí contratarlo. Se puso los lentes de leer de cerca y me agregó en la agenda del Motorola. Me pasó un SMS que decía “Este es mi número”. Lo agregué como contacto.
En los días siguientes me fue pidiendo datos sobre el secuestro de mi perrita, pero no lo volví a ver.
Un par de días más tardes recibí una serie de mensaje de texto desde su número, con buenas noticias.
El primero decía: “Tranquilidad compadre, apareció la perra”. Luego otro que agregaba más datos: “Tuve que pagar el rescate, pero está sanita y bien comida”. La felicidad y el alivio fueron enormes en ese momento, no podía pensar en otra cosa más que volver a reunirme con mi mascota. Ahí fue que recibí el tercer SMS. “Cuando me haga usted el giro de mis honorarios la va a recibir en su casa”. Respondí pidiendo instrucciones, ya que no tenía siquiera su nombre para enviarle el dinero.
El cuarto mensaje me indicó que debía depositar en una cuenta de una red de cobranzas a nombre de Herederos de Watson “$ 4750, más los 250 que él había pagado a los secuestradores”, cosa que hice con gusto, por supuesto.
Si me preguntan cómo fue que lo contacté, les diría que no sé, fue él quien apareció en mi camino justo en el momento indicado cuando lo necesitaba. Esa misma mañana le hice el giro, por la tarde sonó el timbre y dentro de una caja de cartón corrugado estaba Marian, mi perra. A lo lejos llegué a divisar la silueta de aquel veterano barrigón de la campera de napa alejándose en su Vespa.

Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre Brasil y Uruguay para evitar migración “vermelha” desde Cuba y Venezuela

BOLSONARO FIRMARÍA DECRETO POCO DESPUÉS DE ASUMIR Muros en avenidas internacionales blindarán la frontera entre  Brasil  y  Uruguay pa...