Los
once que ocupábamos asientos alrededor de la larga mesa teníamos
aproximadamente de la misma edad, pero evidentemente de distintas
procedencias sociales y económicas. No se nos permitió
identificarnos con nuestro verdadero nombre, en su lugar se nos
adjudicó un alias temporal que lucíamos en un sticker rosado que
colocamos -supongo que por algún impulso instintivo- del lado del
corazón.
Llevábamos
ya más de 10 minutos mirándonos las caras, uno de los tipos, uno
con cara de Roberto, ubicado a tres o cuatro lugares de mi asiento,
estudiaba minuciosamente cada una de las caras, como pretendiendo
encontrar a un espía, o quizás solamente adivinar el nombre
verdadero de los demás, como hacía yo. Nos quedamos mirando
mutuamente escudriñando en las comisuras de los labios, en los
rabillos de los ojos, en el arco de las cejas, en los pliegues de la
cara. Roberto, definitivamente se tienen que llamar Roberto. U
Octavio, que es como un Roberto pero con pretendida altivez
histórica. Pasados los 10 siguientes minutos ingresó alguien a la
sala, que interrumpió aquel extraño ritual que practicábamos con
Roberto, que ya había sido advertido con cierta preocupación por el
resto de los presentes. La señora de largos cabellos castaños,
lacios, con reflejos violetas pretendía que yo prestara atención
más a sus palabras que a sus enormes ojos negros y a sus carminados
labios. Solo lo logró cuando de dentro de su cartera extrajo una
mandarina, bah, una tanjerina, como le decíamos en el parque Colón,
cuando las devorábamos por kilos con mi abuelo mientras veíamos
algún partido del querido Club Nacional.
Esta
era una tanjerina rara. La señor explicaba que se trataba de una
nueva variedad en la cual la empresa -que no quiso nombrar- había
puesto muchas expectativas en que se convirtiera en el producto
estrella de su líneas de cítricos. Por eso había contratado a la
agencia de publicidad y diseño para que los ayudara a crear una
campaña de marketing para posicionar su producto.
Nos
dio una tanjerina a cada uno y durante la siguiente hora estuvimos
filosofando sobre esa fruta: vimos un video con sus propiedades
nutricionales, de la excelente relación costo/beneficios en aportes
energéticos, en unidades de sabor (desconocía que se pudiera medir
el sabor) y en practividad. Nos mostraron la zona donde se producía,
bastante más cerca de Montevideo que la zona cítrica tradicional
del litoral, por lo que también se vería beneficiado el consumidor
con una fruta más fresca y un menor precio, por la incidencia
relativa del flete en el valor final.
Cuando
parecía que la mujer ya había redondeado el concepto lo suficiente
y que ya nos podríamos retirar después de una clase de botánica y
de nutrición, aquellos labios rojos dejaron escapar el propósito de
nuestra presencia allí. Ingresaron a la sala dos muchachas
uniformadas como promotoras de la empresa y nos distribuyeron uno por
uno lo que la de los ojos negros presentó como “la evolución de
la tanjerina”: en una triste bandeja de polipropileno envueltas con
papel film se encontraba apretadas dos mandarinas peladas y
despellejadas.
Lo
miré a Roberto y tenía la misma cara mezcla de sorpresa con
indignación que tenía yo mismo. Y los demás andaban en el mismo
trillo.
Ahí
la mujer comenzó a enumerar las ventajas comparativas entre una
tanjerina y la otra, sobre todo pensando en el consumidor final como
un oficinista o administrativo del centro de una ciudad, que se vería
afectado por el olor que produce pelar una tanjerina en horario de
trabajo.
Siguió
destacando las “ventajas” de esa forma de empaque y una tras
otras se las íbamos rebatiendo en una defensa colectiva de las
tanjerinas en su formato tradicional. De nada le valió echar mano a
que en Estados Unidos las prefieren así, sin cáscaras y sin
semillas, que era la otra gran virtud del producto. Aquella sala se
estaba volviendo el útero de la revolución contra el maltrato hacia
los cítricos, les protestábamos, los condenábamos por su intención
antinatural, hasta que de pronto sonó un timbrazo y lo siguió un
profundo silencio, que vino a romper la mujer del cabello castaño y
reflejos violeta.
-
Señores, está cumplido su papel aquí, no resta más que
agradecerles su presencia e invitarlos a que en la sala contigua
reciban su voucher por las dos noches de hotel en Colonia del
Sacramento. Muchas gracias.
Cuando
nos dirigíamos a la puerta pude sacar mi duda.
—
Es usted Roberto, ¿no es así?
—
Efectivamente, Carlos, ¿cómo lo supo?