jueves, 19 de abril de 2018

El pueblo donde nada pasaba


Villa Carla nació con pretensiones de gran ciudad. Ya desde su fundación -por decreto- se lo presentaba como el lugar donde se iba a concentrar la riqueza de toda la zona; con sus grandes valores culturales los visitantes iban a acudir en masa a visitar sus museos y los jóvenes a formarse en sus facultades.
Todo gracias a que así lo quiso la todopoderosa voluntad política, que por aquellos días de mediados del siglo XIX decidió castigar a las rebeldes ciudades vecinas, a las que el sentimiento patriarcal la convertía en murallas a las que el renovador pensamiento progresista no lograba escalar.
Villa Carla se erigió sobre las leyendas de grupos originarios que aportarían la mística de sus culturas, referentes productivos de la nueva era, que en ancas de las nuevas tecnologías se habían convertido en los nuevos ricos y ahora eran el estandarte de “lo moderno”. Con las mejores instalaciones religiosas, educativas y deportivas que se hubieran visto jamás en el país.
Villa Carla era lo nuevo, el lugar al que todo el mundo quería ir. La fiebre de la construcción que se desató llevó a cientos de pobladores de las clases menos pudientes a buscar su lugar en el mundo en la confluencia de aquellos ríos de nombre mítico, cuyas aguas lavaron los pecados por los que en las viejas ciudades eran perseguidos, relegados y no tenían derecho a siquiera pasar por la vereda de los grandes clubes sociales. La nuevas familias de asalariados también llegaron desde el campo, para encontrar su lugar en el mundo en aquellos fraccionamientos baratos y cercanos al centro que prometían una vida más agraciada que la de la campaña.
Los comercios empezaron a aflorar con la llegada de inmigrantes que cuando preguntaban en el viejo puerto colonial por un lugar donde establecerse recibían como recomendación las coordenadas mágicas.



Pero de a poco las obras previstas se fueron completando y el viento que hacían soplar las arcas gubernamentales fue amainando, era el turno que la incipiente sociedad comenzara a remar, a navegar por sí misma.
Los capitales que llegaron hasta allí no se sentían parte de aquella organización humana, poco a poco dejaron de frecuentar sus nuevas instituciones sociales para envolverse en los de las viejas ciudades, de mayor alcurnia, en los que gozaban de menor prestigio, si, pero prefirieron ser cola de león a cabeza de ratón, y aunque todos sabían que no pertenecían a ese lugar comenzaron a hacer de cuenta que sí lo hacían.
Los pobres que llegaron del campo, que habían comprado con enorme esfuerzo sus solares en la nueva urbe, al encontrarse sin empleo luego de culminadas las grandes edificaciones no tuvieron más remedio que empezar a dividir sus propios terrenos y venderlos por fracciones más pequeñas y al final venderlo todo para comprar un espacio aún más chico en los nuevos barrios, más alejados del centro y con menos acceso a las comodidades citadinas y a los servicios que les habían prometido.
Pasó el auge comercial y los inmigrantes volvieron a convertirse en emigrantes y dejaron vacíos los enormes locales que habían construido, que ahora estaban en manos de aquellos “platatenientes” que vieron una oportunidad, pero que desconocedores del oficio de la compra-venta simplemente se limitaron a ofrecerlos en arrendamiento.
Las distancias se hicieron cada vez más grandes entre quienes tenían una estrategia de sobrevivencia rentable y quienes dependían del impulso mensual de los salarios de los trabajadores públicos.
Así el interés general por Villa Carla fue cesando, a tal punto que pasó a significar apenas un puñado de votos entre las dos ciudades viejas, tradicionales, patriarcales, con las que la dirigencia estatal se había vuelto a congraciar.
Cuando los políticos pasaban por la zona solamente paraban algunos minutos para realizar algún mero anuncio administrativo y dejar de paso alguna promesa de una futura fábrica, de capitales extranjeros, que tenían interés en instalarse. Y todo siguió transitando en enormes camiones que bordeaban la ciudad por la moderna carretera, cada vez más rota. Y dentro de la ciudad la gente siguió sobreviviendo, esperanzada en que la próxima inversión sí se iba a concretar ahí, y volvería la riqueza, la esperanza, la luz. Y mientras tanto todo permanecía casi igual, cada vez más triste.

martes, 10 de abril de 2018

Siempre tendremos Floripa


El griterío de los argentinos reclamando “decime qué se siente” en la playa de Canasvieiras solo lo lograba apagar -por instantes- sorbiendo sonoramente los últimos vestigios de una “caipi” de vodka, la última de la noche, o la primera de la mañana, como quiera verse.
Hacía ya un par de días que su excursión había partido de regreso a Paysandú, pero él eligió quedarse, al menos una semana más, al más, el resto de la vida.
¿Pueden considerarse amores de verano aquellos que empiezan un día situado antes del tramo del calendario que va del 21 de diciembre al 21 de marzo? Técnicamente la definición de estos romances obedece al calor y la brevedad más que a la estación en términos astronómicos.
La idea de unas vacaciones compartidas comenzó como un intento por sacarle el pasaporte a ese romance. Él y Luisa no llevaban más de quince días juntos cuando reservaron su pasaje ida y vuelta a la ilha mágica y como ocurre a esa altura no era tanto lo que conocían uno de otro. El tiempo juntos podría remediar eso y vaya si habría tiempo, solo en el viaje de ida fueron más de quince horas de ómnibus, algunas de ellas de mimos, besos y manos nerviosas y otras de incómodos silencios.
Ya en destino los primeros días no fueron distintos a los de Paysandú, algo más caluroso y húmedos, pero llevaderos de todos modos. Paseos, compras, playa, tragos y noche, hasta el miércoles. Ese día los diarios catarinenses especulaban sobre de la contaminación en las playas y el riesgo que ese problema podría suponer para la industria turística, la principal fuente de ingresos en el lugar. Él no pudo salir de su dormitorio en el hotel, ella asumió las tareas de la jornada, ir al súper, pasar por la farmacia a buscar algún remedio para paliar el problema digestivo de su compañero y avisar a los de recepción por si acaso luego fuera necesario algún tipo de trámite para acceder a alguna asistencia médica. Ese día no hubo playa, paseos ni compras. Ni noche, ni tragos, al menos no en pareja.


Él insistió tanto a Luisa que aprovechara el viaje, que no dejara pasar la oportunidad de salir a divertirse, que ella se sumó a un divertido grupo de jóvenes de la excursión que concurrió a una discoteca del balneario.
Se despertó con los primeros rayos de sol que permitieron pasar los agujeros de las cortinas de la ventana del apart. Estaba solo en la cama. Evidentemente Luisa logró sobrellevar la salida en solitario. A las 9:00 llamaron a la habitación para avisar que ya se podía bajar al desayuno incluido en el precio del alojamiento. Se cruzaron en la escalera. Él bajaba, Luisa subía. Un beso que le resultó más frío de lo esperado y la promesa de verse abajo, para conversar, pero se terminó la hora del desayuno y ella no bajó. Al regresar la encontró aún vestida tendida en la cama, dormida. Preparó el mate y se fue a la playa, pensando que quizás más tarde, cuando su compañera se hubiera repuesto de los efectos del alcohol podrían retomar el ritmo.
Comió algo de pescado en uno de los restaurantes sobre la playa y regresó al hotel. Para su sorpresa la llave de la habitación estaba en el tablero, Luisa había salido.
- ¿Você es el de la 203? A menina deixou esto para ti.
La recepcionista le entregó un sobre reciclado y en un trozo de una hoja arrancada de un almanaque decía: “Algo cambió en mí, perdoname”
Las del grupo con el que había ido a la discoteca le hablaron de una muchacha, posiblemente argentina, con la que Luisa había estado charlando y bebiendo y quizás hasta se fueron juntas, aunque ninguna de las de la excursión sabía más nada. La buscó, preguntó en hoteles, entre grupos de turistas argentinos, en las playas, en los hospitales, en la Policía. Nadie supo decirle nada.
Pensó que de última se iban a encontrar en el ómnibus, para volver a casa, pero por más que retuvo la partida del transporte más de dos horas Luisa no dio señales. Aceptó que no había posibilidad alguna de explicar qué había pasado, que nadie iba a creer que todo había comenzado con un virus o una bacteria, o lo que fuera que hubiese ocasionado lo que le pasó esa noche. 

Texto y foto: Marco Rivero - versión original publicada en suplemento Quinto Día de El Telégrafo.

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