Villa Carla nació con pretensiones de gran ciudad. Ya desde su
fundación -por decreto- se lo presentaba como el lugar donde se iba
a concentrar la riqueza de toda la zona; con sus grandes valores
culturales los visitantes iban a acudir en masa a visitar sus museos
y los jóvenes a formarse en sus facultades.
Todo gracias a que así lo quiso la todopoderosa voluntad política,
que por aquellos días de mediados del siglo XIX decidió castigar a
las rebeldes ciudades vecinas, a las que el sentimiento patriarcal la
convertía en murallas a las que el renovador pensamiento progresista
no lograba escalar.
Villa Carla se erigió sobre las leyendas de grupos originarios que
aportarían la mística de sus culturas, referentes productivos de la
nueva era, que en ancas de las nuevas tecnologías se habían
convertido en los nuevos ricos y ahora eran el estandarte de “lo
moderno”. Con las mejores instalaciones religiosas, educativas y
deportivas que se hubieran visto jamás en el país.
Villa Carla era lo nuevo, el lugar al que todo el mundo quería ir.
La fiebre de la construcción que se desató llevó a cientos de
pobladores de las clases menos pudientes a buscar su lugar en el
mundo en la confluencia de aquellos ríos de nombre mítico, cuyas
aguas lavaron los pecados por los que en las viejas ciudades eran
perseguidos, relegados y no tenían derecho a siquiera pasar por la
vereda de los grandes clubes sociales. La nuevas familias de
asalariados también llegaron desde el campo, para encontrar su lugar
en el mundo en aquellos fraccionamientos baratos y cercanos al centro
que prometían una vida más agraciada que la de la campaña.
Los comercios empezaron a aflorar con la llegada de inmigrantes que
cuando preguntaban en el viejo puerto colonial por un lugar donde
establecerse recibían como recomendación las coordenadas mágicas.
Pero de a poco las obras previstas se fueron completando y el viento que hacían soplar las arcas gubernamentales fue amainando, era el turno que la incipiente sociedad comenzara a remar, a navegar por sí misma.
Los capitales que llegaron hasta allí no se sentían parte de
aquella organización humana, poco a poco dejaron de frecuentar sus
nuevas instituciones sociales para envolverse en los de las viejas
ciudades, de mayor alcurnia, en los que gozaban de menor prestigio,
si, pero prefirieron ser cola de león a cabeza de ratón, y aunque
todos sabían que no pertenecían a ese lugar comenzaron a hacer de
cuenta que sí lo hacían.
Los pobres que llegaron del campo, que habían comprado con enorme esfuerzo sus solares en la nueva urbe, al encontrarse sin empleo luego de culminadas las grandes edificaciones no tuvieron más remedio que empezar a dividir sus propios terrenos y venderlos por fracciones más pequeñas y al final venderlo todo para comprar un espacio aún más chico en los nuevos barrios, más alejados del centro y con menos acceso a las comodidades citadinas y a los servicios que les habían prometido.
Los pobres que llegaron del campo, que habían comprado con enorme esfuerzo sus solares en la nueva urbe, al encontrarse sin empleo luego de culminadas las grandes edificaciones no tuvieron más remedio que empezar a dividir sus propios terrenos y venderlos por fracciones más pequeñas y al final venderlo todo para comprar un espacio aún más chico en los nuevos barrios, más alejados del centro y con menos acceso a las comodidades citadinas y a los servicios que les habían prometido.
Pasó el auge comercial y los inmigrantes volvieron a convertirse en
emigrantes y dejaron vacíos los enormes locales que habían
construido, que ahora estaban en manos de aquellos “platatenientes”
que vieron una oportunidad, pero que desconocedores del oficio de la
compra-venta simplemente se limitaron a ofrecerlos en arrendamiento.
Las distancias se hicieron cada vez más grandes entre quienes tenían
una estrategia de sobrevivencia rentable y quienes dependían del
impulso mensual de los salarios de los trabajadores públicos.
Así el interés general por Villa Carla fue cesando, a tal punto que
pasó a significar apenas un puñado de votos entre las dos ciudades
viejas, tradicionales, patriarcales, con las que la dirigencia
estatal se había vuelto a congraciar.
Cuando los políticos pasaban por la zona solamente paraban algunos
minutos para realizar algún mero anuncio administrativo y dejar de
paso alguna promesa de una futura fábrica, de capitales extranjeros,
que tenían interés en instalarse. Y todo siguió transitando en
enormes camiones que bordeaban la ciudad por la moderna carretera,
cada vez más rota. Y dentro de la ciudad la gente siguió
sobreviviendo, esperanzada en que la próxima inversión sí se iba a
concretar ahí, y volvería la riqueza, la esperanza, la luz. Y
mientras tanto todo permanecía casi igual, cada vez más triste.