Saltaron el alambrado y corrieron hacia el monte. Conocían la zona
porque varias veces habían estado en la costa de la laguna e incluso
un poco más allá, en las barrancas del río, pescando. Casi no
necesitaban de la blanca luz de la luna que les tendía una alfombra
por la cual seguir corriendo.
Sabían que más adelante estaba la casa del ladrillero que tiene
perros grandes, pero que además tiene empleados que se quedan en el
galpón y que suelen salir a mojar anzuelos en las cálidas noches de
diciembre.
Los primeros ladridos los hicieron replantearse el rumbo y era casi
obligatorio quedarse allí, al borde del monte, lejos del agua, a
esperar que aclare y después se vera. Las tres siluetas, menudas,
ligeras, se acuestan bajo un pitanguero.
Allí tendido, arrancaban algunas frutas para saciar el hambre. Es
que todo salió mal. No les dio tiempo de comer, porque ni siquiera
lo pensaron mucho y porque no tenían plata.
Recostado sobre el buzo todavía recordaba la cara de aquel hombre
reaccionando con sorpresa cuando lo encañonaron.
Lo conocían. El “Milico” como le decían en el barrio era un
retirado que hacía changas para complementar la magra jubilación,
casi siempre trabajaba informalmente de albañil, pero últimamente
-obligado- había empezado en el taxi, cubriendo los libres de los
choferes titulares y sobre todo en las noches, porque no tenía más
que la libreta común. Era un trabajo que no daba mucha plata, pero
que lo entretenía y además en aquel pueblo era tranquilo, porque
era muy raro escuchar que a algún taxista le robaran algo y sobre
todo porque casi todo quedaba cerca y muy poca gente usaba el taxi.
Pasaron frente a la parada, lo vieron hablando por teléfono y
siguieron. Ahí fue que se les ocurrió que podían conseguirse con
facilidad algunos pesos para comprar algo de vino. Como andaba con
ellos el Carlos, que ya tenía 19 no les iban a hacer drama para
venderles, pero había que conseguir con qué.
La segunda vez que pasaron el conductor los vio y los saludó,
respondieron, pero igual siguieron caminando por la principal. En la
tercera pasada se arrimaron a la ventanilla.
-Milico, ¿no nos llevas hasta las casas?-
La puerta de atrás del pequeño auto se abrió. Dos fueron atrás y
el Carlos, el más grande, se ubicó en el asiento del acompañante.
Las órdenes vinieron desde el asiento a su espalda.
-Primero lo dejamos al Gato en el barrio de la laguna, pasando la
cancha de Huracán. El Carlos y yo vamos para la Ancá.-
El viaje fue lento, no había apuro. Nadie hablaba nada. Hicieron el
paso a nivel, pasaron frente a la cancha y siguieron por el camino de
las tropas.
-Ustedes me avisan, gurises- requirió el conductor como avisando que
estaban en el lugar que se le había indicado.
-¡Pará el auto y bajate! Le gritó el Chiquito, el que se había
sentado atrás y que le daba órdenes, haciéndole sentir con un
golpecito en la cabeza que corría peligro si no hacía caso.
Los otros dos lo miraron con cara de sorpresa, pero quedaron mudos.
-Qué estás haciendo, estás loco, no te regalés-
-¡Que te bajes del auto o te mato!-
El chofer intentó acercar su mano a la cartera donde tenía la
recaudación. Eran 240 pesos. El movimiento, que interpretó como un
intento de buscar un arma, asustó al Chiquito que apretó el
gatillo.
El tiro resonó en la tranquila noche de la laguna, algunas aves
volaron, algún perro ladró a la distancia, pero nada más. No era
raro que hubiera gente cazando en las noches por allí.
Se despertaron ya con el sol golpeándoles las caras y la camioneta
blanca a la distancia les decía que la locura había terminado. Sin
embargo era recién el comienzo.